“Cuando el poder se rinde ante el crimen, el crimen gobierna.”
Antonio Lafuente
“La violencia no solo mata cuerpos, mata la esperanza de que la ley sea respetada.”
Mario Benedetti
En México la realidad ya no alcanza: hay que barnizarla con teorías conspirativas para que entre mejor. El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Alberto Manzo, fue el ejemplo perfecto. Antes de que la autoridad pudiera procesar un solo dato, ya había quienes dictaban sentencia: “fue la derecha”, “fue para desestabilizar al gobierno”, “fue una operación política”. La creatividad, vaya que no falta. La decencia, sí.
Y luego llegó la realidad —esa que no se dobla ante los hashtags. El secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, informó sobre la captura de Jorge Armando “N”, “El Licenciado”, presunto autor intelectual del asesinato. Un operador del Cártel Jalisco Nueva Generación, subordinado a Ramón Álvarez Ayala, alias “R-1”. No lo inventó la oposición, no lo filtró la CIA, no lo confabuló un think tank neoliberal. Lo dijo la autoridad; el equipo de Claudia.
Con pruebas. Con cronología. Con mensajes interceptados donde se ordenaba ejecutar al alcalde “aunque estuviera acompañado”.
Eso desmorona la fantasía política que tanto circuló en esos días. El crimen no fue político-partidista: fue criminal-criminal. Pero es más cómodo culpar a la derecha porque, francamente, es el deporte del régimen. Culpar a los narcos, en cambio, exige una valentía que muchos no tienen y un costo político que pocos están dispuestos a pagar.
Manzo no fue asesinado por ser útil a la oposición; fue asesinado porque le estorbaba al narco. Punto. Y porque el Estado —ese que debería proteger a quienes se atreven a enfrentar al crimen— no estuvo a la altura. Meses antes de su asesinato, Manzo había denunciado que la Guardia Nacional retiró más de 200 elementos de Uruapan. Lo dijo abiertamente: el municipio estaba vulnerable. Se lo dijo al gobernador, se lo dijo a la federación, se lo dijo a quien quisiera escucharlo. Luego, lo mataron.
La popularidad de Manzo tampoco fue invento. La gente estaba con él desde antes (y diversos medios críticos a Morena lo entrevistaban) porque enfrentaba, sin rodeos, a quienes tienen sometidas a comunidades enteras. Y eso, en México, es casi temerario. Los valientes no prosperan. Los valientes estorban. Y los valientes mueren.
Pero hay algo aún más inquietante: la reacción inicial de algunos sectores de la 4T. Lo de siempre. En vez de esperar información, prefirieron el camino rápido: señalar, culpar, inventar. Esto ya es una suerte de enfermedad dentro del gobierno: una incapacidad para aceptar que el enemigo real no son los críticos ni la derecha ni los empresarios ni los “neoliberales”. Es el crimen organizado. El mismo que mata, extorsiona, controla territorios y, cuando lo necesita, ejecuta alcaldes. Que algunos prefieran culpar a la oposición antes que señalar al narco solo revela una cosa: miedo o connivencia. Ambas igual de peligrosas.



La muerte de Manzo debería ser un punto de quiebre. Un alto. Una cachetada. En vez de eso, muchos insisten en convertirlo en un muñeco político para sus narrativas. Que si “la derecha lo fabricó”. Que si “su popularidad era artificial”. Que si “era parte de una campaña sucia”. Qué fácil es hablar cuando uno no vive bajo el sonido de los cuernos de carga del CJNG.
Lo que debería quedar claro es simple: Manzo fue asesinado por el narco y por el Estado que lo dejó solo. No, no lo mató la derecha. Lo mató una organización criminal con más poder que municipios enteros. Y lo mató la indiferencia de quienes prefieren encontrar conspiraciones donde solo hay ineficacia, miedo y un profundo deterioro de la vida pública.
Mientras sigamos fabricando historias para evitar ver la realidad de frente, el crimen organizado seguirá gobernando en la sombra, cobrando facturas, decidiendo vidas y territorios. La política podrá distraernos, pero las balas no se distraen. Y la verdad tampoco.



