“En política, la estupidez no es un obstáculo.”
Napoleón Bonaparte
“Las leyes se tejen como telarañas: los pequeños quedan atrapados; los grandes las rompen y se escapan.”
Solón de Atenas
Alejandro Gertz Manero cae, por fin, pero no por las razones que a un país decente le gustaría celebrar. No cayó por haber montado una persecución infame contra Alejandra Cuevas y su madre ni por haber torcido la ley en beneficio propio ni por haber convertido la Fiscalía General de la República en un museo del horror jurídico donde los expedientes se empolvan, se negocian o se entierran según convenga al huésped de Palacio (el de antes, ciertamente). Tampoco cayó por el desastre del caso Ayotzinapa ni por el naufragio del caso Lozoya ni por el servilismo con el que se acomodó a la voluntad presidencial durante seis años. Eso, en el México actual, no es causa de destitución: es mérito curricular.
Gertz cae por lo único que hizo bien: mirar demasiado cerca de la peste, husmear donde nadie debía, tocar los hilos que mantienen unido el tinglado de poder del obradorismo tardío. Su pecado no fue la corrupción; fue la indiscreción. Y en un régimen que vive rodeado de complicidades, la indiscreción es un delito imperdonable.
Ya llevaba pudriéndose —más de lo habitual— un buen rato. Pero la gota que derramó el vaso fue cuando Raúl Rocha Cantú, “el empresario de Miss Universo”, iluminado de repente por un impulso de supervivencia, pidió un criterio de oportunidad. Y claro, cuando alguien como Rocha pide hablar, es porque trae algo que puede incendiar una secretaría. O un sexenio entero. Lo que dijo —y lo que insinuó que podía decir— tocaba nervios que el régimen de la 4t no puede permitirse exponer: redes de huachicol, operaciones con grupos criminales en Tabasco, nombres incómodos demasiado cerca de los hijos del presidente, y la presencia constante, ominosa, de esa casta de intermediarios que llevan años moviendo dinero, permisos y favores en nombre del poder. Adán Augusto López Hernández, el primero.
Y ahí empezó la caída. No por justicia, sino por pánico. El gobierno necesitaba apagar un incendio antes de que la chispa llegara al archivo correcto. Y en México, cuando un incendio toca las puertas de Presidencia, la extinción no comienza por el culpable, sino por el que tuvo la mala idea de encender la luz.
Así, el Senado resolvió en minutos lo que no resolvió en años: que la Fiscalía no podía seguir dirigida por un hombre que sabía demasiado, que acumulaba expedientes demasiado sensibles y que, sobre todo, podía volverse impredecible. Así apareció el numerito de la “renuncia voluntaria para integrarse al servicio exterior”, una especie de ritual funerario del sistema político mexicano: convertir el fracaso, el escándalo o la amenaza en un boleto diplomático con sello de salida. No importa dónde, no importa qué embajada: lo que importa es que sea lejos. Entre más lejos, mejor. La embajada como cementerio político de lujo.
Pero el golpe no fue solo contra Gertz. Fue contra la idea —ya muy maltrecha— de que la FGR tiene algún grado de autonomía. La llegada inmediata de Ernestina Godoy como encargada de despacho lo confirmó con la elegancia de un ladrillo cayendo sobre un charco. Godoy no es la fiscal de Claudia Sheinbaum; es la fiscal de López Obrador. Merece subrayarse. Su historial habla por ella: investigaciones selectivas, carpetas fabricadas, feminicidios sin resolver y la invención jurídica que permitió mantener presa a una mujer inocente mientras Gertz resolvía sus rencores familiares. Ese es el perfil de quien ahora cuidará los secretos de Estado disfrazados de expedientes. El mensaje es clarísimo: la justicia seguirá siendo administrada, no impartida.
Y en medio de esto, aparece alguien que muchos daban por políticamente muerto: la cabeza de Morena en el Senado. De pronto, el exsecretario de Gobernación —ese que pasó meses en la sombra fingiendo retiro espiritual— regresa con un movimiento quirúrgico. Él anunció la salida de Gertz antes que nadie. Él empujó el relevo. Él consolidó su posición como operador indispensable del régimen. Él fue el trasmisor del mensaje de López Obrador. No ella, no Claudia Sheinbaum. De Adán viene la imposición. En política, las desapariciones temporales suelen indicar reacomodos, no derrotas. Y este señor ha vuelto para recordar que en el tablero obradorista él es, todavía, una pieza mayor.
Y, por supuesto, quien salió debilitada es la presidenta. Otra vez. Y no por falta de talento, sino por falta de poder real. Se nota —se siente— que este movimiento no lo decidió ella. Que la negociación no la encabezó ella. Que el control de daños no pasó por su despacho. Y que, una vez más, quien manda no es quien gobierna, sino quien dejó de gobernar hace un año pero sigue moviendo los hilos con la tranquilidad del patriarca que vigila desde la penumbra.
Gertz, por su parte, no se va con las manos vacías. Se va con expedientes, con secretos, con notas mentales que pueden comprometer a medio gabinete y con el resentimiento suficiente para escribir sus memorias a manera de bomba molotov. Él sabe —mejor que nadie— que en México la impunidad protege, pero también ata. Si un día decide hablar, su caída podrá parecer un trámite menor comparado con lo que podría provocar. Pero por ahora, el sistema lo ha enviado a dormir lejos, envuelto en la cómoda ficción de la diplomacia.
Esa es la verdadera embajada de los fantasmas: un destino para quienes saben demasiado, para quienes ya no pueden quedarse, para quienes es necesario callar sin que parezca que los están silenciando. Un limbo elegante donde se encierra a los testigos incómodos mientras el país sigue siendo administrado por la misma “nueva” élite que dice combatir privilegios desde la mañanera.
Y mientras todo esto ocurre, el país recibe otro mensaje igual de claro que de deprimente: en México, no cae quien falla, sino quien ESTORBA. No se remueve al incompetente, sino al indiscreto. No se protege la ley ni al pueblo, menos aún a la ciudadanía. Se cubre a la estructura que torció el Derecho. Todo lo demás —la justicia, la transparencia, la esperanza de autonomía— es simplemente escenografía. Un decorado para que el público crea que la obra sigue, cuando en realidad solo estamos viendo cómo cambian al actor mientras los guionistas siguen siendo los mismos.
En el fondo, lo que acaba de caer no es solo un fiscal. Es la última ilusión de que la transición democrática de este país, una supuestamente encabezada por Regeneración Nacional, iba a desembocar en instituciones sólidas. En su lugar, lo que tenemos es un Estado que opera vía padrinos, operadores y fantasmas. Un Estado que convoca renuncias a la una de la tarde para evitar preguntas incómodas a las cinco. Un Estado donde el cambio de fiscal no se siente como una solución, sino como una advertencia.
Así se escribe la política de Sheinbaum: con embajadas vacías, con fantasmas al volante y con un país condenado a enterarse de la verdad solo cuando alguien decide filtrarla. El resto es silencio. O diplomacia. En México, suelen ser lo mismo.




