Nos convocó un grupo cristiano. Acudimos al llamado con un nudo en la garganta, conscientes de que, por más comida o bebidas que lleváramos, la reparación de la tragedia tras la explosión de una pipa de gas estaba completamente fuera de nuestras manos. Sabíamos que aquellos sándwiches, gelatinas y vasos de café no sanarían la incertidumbre de los familiares que aguardaban, entre la desolación, un parte médico cargado de esperanza.

La sorpresa, al llegar, fue encontrarnos con mares de gente que entraban y salían con platos de comida, cajas de tortas, charolas de atole y café. Había mesas que ofrecían chilaquiles de manera gratuita a todo aquel que lo necesitara; jóvenes en moto y taxistas brindaban traslados sin cobrar un peso. El primer hospital que visitamos, en la comunidad de Los Reyes —rumbo a Puebla por la salida de Zaragoza— nos situó muy cerca de donde ocurrió la explosión. El aire todavía olía a quemado. Las paredes, letreros y los muros de concreto que sostienen el Puente de la Concordia estaban cubiertos de manchas negras.

El oscuro triángulo de la muerte, cercado por conos naranjas que advertían de las obras, solo se iluminaba con decenas de veladoras colocadas a los pies de imágenes de la Virgen de Guadalupe, Cristo y San Judas Tadeo. Grupos de oración permanecían ahí, transformando el fuego en súplicas. En ese hospital había tal cantidad de ayuda que nos pidieron trasladarnos a la Vocacional 7 del Instituto Politécnico Nacional, donde el hospital de Iztapalapa contaba con pocos voluntarios.

Allí, Paulina Hernández, Eduardo Castro y un nutrido grupo de jóvenes devotos cargaban biblias en las manos. Oraban por los heridos, por el descanso de los fallecidos, por la fuerza de los familiares, por la luz que ayudara a soportar tantas pérdidas, y por todo aquello que resulta inexplicable: por los porqués y los cómos.

Entre las afueras de los hospitales circula una historia estremecedora. Una doctora, trabajadora de uno de los primeros hospitales que recibió a los heridos, encontró entre los pacientes a su propio hijo, con quemaduras en casi el noventa por ciento de su cuerpo. Ella misma lo recibió y lo estabilizó, pero al pasar las horas falleció. Aquel hospital estaba rebasado, comenzaron los traslados hacia otros centros y ella, sin tiempo de procesar lo ocurrido, trabajó doble turno. No pudo velarlo. No pudo detenerse. En el shock de lo vivido, siguió trabajando porque su anhelo era salvar al menos una vida después de haber perdido lo que más amaba.

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En el otro hospital nos explicaron que la realidad es peor de lo que pensamos. No se trataba solo de llevar la cena aunque eso hiciera sentir compañía en la sala de espera y diluyera la soledad fría de estar en donde nunca se planeó. Lo que realmente necesitan los pacientes son insumos médicos para la atención de quemaduras: gasas estériles, solución salina para inyectar, antibióticos tópicos, medicamentos especializados, productos que, con franqueza, han sido solicitados por escasez.

Y eso no termina de ser lo peor. El único hospital público en la Ciudad de México con un departamento especializado para personas quemadas es el Hospital Rubén Leñero. Nuestra ciudad no está preparada para atender pacientes con quemaduras tan extremas. En contraste, el Centro Nacional de Investigación y Atención de Quemados del Instituto Nacional de Rehabilitación es hoy el centro más avanzado en la materia, con banco de piel, quirófanos especializados, rehabilitación y atención integral; sin embargo, la demanda lo desborda.

El IMSS cuenta con la Unidad de Quemados del Hospital Magdalena de las Salinas, que atiende a cientos de pacientes al año, en especial con cirugías reconstructivas. Pero más allá de estos puntos de atención, la realidad es desigual: en muchos estados no existen unidades de alta especialidad y los pacientes dependen de traslados largos, de fundaciones como Michou y Mau, o de la buena voluntad de particulares.

La atención de quemaduras en México es insuficiente para el tamaño del problema. Cada año se estima que más de ciento veinte mil personas sufren algún tipo de quemadura; cerca de cuarenta y dos mil son niños. El sistema de salud pública, golpeado por la carencia de insumos y por la concentración de hospitales especializados en unas cuantas ciudades, enfrenta un desafío que no podemos seguir ignorando.

Esto nos recuerda que despertar cada día es un acto de esperanza, que volver por la noche o despedirnos de los seres que amamos planeando encuentros posteriores implica aferrarnos a la posibilidad de que no sean ellos y no seamos nosotros los próximos en no volver. Nos hace reflexionar y exigir mejores sistemas de salud pública, mayores regulaciones y restricciones a la circulación de gaseros en horas pico. Mayor mantenimiento a las vías. Policías que detengan a los que circulan a exceso de velocidad. Sistemas de cuidados que permitan a las mujeres no enfrentarse a la precarización del empleo informal.

La explosión es herida viva que no va a dejar de doler porque vivir en esta ciudad implica sobrevivir a la tragedia. Y sobrevivir exige estar preparados para lo inimaginable.