Agradezco a la Secretaría de Educación Pública (SEP) y a la Dirección General de Educación Normal y Actualización del Magisterio (DGENAM) por la invitación que me hiciera para participar en el foro: Nueva Escuela Mexicana y la Formación de Maestros: Realidades, Análisis y Perspectivas. En particular y a través de esta invitación, la dependencia de la SEP me solicitó que abordara el tema: “Posibilidades y desafíos en la formación básica y normal”.
Para ello, escribí algunas notas y recuperé algunos apuntes, a los que di el título de: “Observaciones sobre la formación de docentes y directivos escolares, y su relación con los cambios curriculares de la educación básica en México durante la última década (2015-2025)”.
Observar a la formación de docentes y directivos escolares de educación básica en México, de la escuela pública, desde una perspectiva crítica, implica el reto de hacer un análisis sobre las condiciones estructurales más generales que han dado lugar al diseño de políticas públicas educativas, así como efectuar una caracterización de las reformas educativas puestas en movimiento y, de modo más específico, sobre los cambios en los modelos curriculares y la evolución institucional donde todo esto se ha implantado, como contexto y en diferentes planos, macro, medio y micro, cuyos procesos complejos y estructurales no son ajenos a las condiciones generales, es decir, en lo social, económico y político.
Adolfo Gilly, en “El siglo del relámpago: siete ensayos sobre el siglo XX”, interpreta el “neoliberalismo” como una fase de reestructuración del capitalismo global, caracterizada por un desarrollo acelerado de las fuerzas productivas, especialmente en tecnología, digitalización e información. En México, esto se tradujo en la transición del modelo de industrialización por sustitución de importaciones (ISI) hacia uno orientado a la exportación y la liberalización económica, impulsado por tratados como el TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte) en 1992. Esta reestructuración priorizó los intereses del capital extranjero y las élites nacionales, profundizando la desigualdad.”, (ver: Adolfo Gilly, El siglo del relámpago: siete ensayos sobre el siglo XX, Itaca, La Jornada Ediciones, México, 2002).
Sin embargo, Gilly también fue crítico de los términos que se utilizan para llevar a cabo esta caracterización sociohistórica: “Con la reestructuración del capitalismo y el colapso del llamado “socialismo real” se impuso una “visión” dominante del mundo que parece inexorable, a la que por falta de caracterizaciones más profundas llamamos laxamente neo-liberalismo…” (ver: Imanol Ordorika (2002) Reseña de “El siglo del relámpago” de Adolfo Gilly. Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, sept.-dic., año/vol. XLV, número 186, Universidad Nacional Autónoma de México).
En diferentes textos, Gilly señala que el “neoliberalismo” en México implicó el debilitamiento del Estado posrevolucionario, que había sostenido un modelo de desarrollo basado en el crecimiento económico, la expansión de beneficios sociales y cierta movilidad social. A partir de la crisis de 1982, se implementaron políticas de privatización de empresas estatales, desregulación de mercados financieros, reducción del gasto público y flexibilización laboral, lo que erosionó el “pacto revolucionario” que legitimaba al Estado mexicano. Este proceso, según Gilly, aceleró la pérdida de legitimidad del régimen autoritario y abrió paso a una transición democrática, pero bajo lógicas neoliberales que consolidaron nuevas formas de dominación.
El también autor de “La revolución interrumpida”, argumenta que el neoliberalismo no solo transformó la economía, sino que reconfiguró las relaciones de poder, estableciendo una nueva élite dominante que perpetúa la desigualdad. Criticó la idea de que llegar al poder equivale a abolir la dominación, señalando que los gobiernos neoliberales en México, desde Miguel de la Madrid hasta Enrique Peña Nieto, consolidaron un sistema que favoreció al capital privado y extranjero a expensas de las mayorías.
“…la influencia de tecnócratas educados en universidades estadounidenses, como Carlos Salinas de Gortari, aplicaron el Consenso de Washington, promoviendo privatizaciones, tratados de libre comercio y desregulación. Gilly ve estas políticas como una reacción contra el Estado de bienestar y las luchas populares, consolidando un orden económico que prioriza el mercado sobre las demandas de la sociedad.”
En ese contexto sociohistórico, las iniciativas de reformas educativas, progresistas, moderadas (2019) o conservadoras (de manera sobre saliente de 1992 y 2013), suelen surgir de las élites dirigentes: políticos, legisladores, grupos de interés, agentes de los poderes públicos, especialistas o académicos (generalmente desligados de las realidades educativas de las escuelas, sobre todo de la educación básica), dirigentes o burocracias sindicales, cúpulas de los sectores del poder económico y eclesiástico, entre otros. Por ello, pienso que más allá de una disputa interpretativa acerca de las virtudes o los defectos de las iniciativas para llevar a cabo este tipo de “reformas”, concretadas, y sus consecuentes paquetes de políticas públicas (programas y acciones específicos) gestionados durante los últimos 20 años en México, lo que observo es una crisis de las reformas educativas.
Es un proceso de transición generacional en la orientación y el rumbo de las políticas públicas educativas en México, esto se da a través de un movimiento que va del “Reformismo conservador” (registrado durante el período 1992-2018) al “Reformismo progresista, moderado”, que inicia en 2018-2019. (Retomo mi texto: “Educación: Del Reformismo Conservador al Reformismo Progresista”, SDP Noticias, 3 de enero de 2019), en cuya mecánica se plantea una toma de decisiones del tipo “top-down”, es decir, de arriba hacia abajo, donde las élites dominantes imponen sus orientaciones y proyectos de políticas públicas educativas sin una participación significativa de las y los docentes y directivos escolares involucrados.
Problemas de la educación básica y la formación de docentes
Las líneas contenidas en el Acuerdo Nacional para la Modernización de la Educación Básica (1992), impulsado por el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, constituyen un referente importante porque se enfocaron, esencialmente, en la reorganización del sistema educativo mediante el llamado federalismo educativo (impuesto desde el centro político); la revalorización del magisterio que incluye una iniciativa de elevar progresivamente el salario, y la carrera académica y profesional del magisterio, ello sin lesionar la integridad jurídica del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE); y la creación de un par de programas emergentes dirigidos a la actualización del magisterio y otro de reformulación de contenidos y métodos educativos para ese nivel escolar (léase cambios curriculares).
El ANMEB fue una de las modificaciones educativas más relevantes de los últimos 35-40 años, ello en un contexto caracterizado por la aplicación de políticas públicas educativas neoliberales. Esa reforma se acompañó de cambios importantes en los contenidos y en el diseño de los libros de texto gratuitos de la educación primaria. Además, se creó el primer sistema de contención de los aumentos al salario de docentes: el programa de carrera magisterial, una bolsa financiera dirigida a la cima de la meritocracia magisterial, a través de evaluaciones para efectos de promoción horizontal, voluntaria, pero que no adoptó aún el enfoque de desarrollo de competencias.
En esta franja del sistema educativo mexicano, que es a la vez su base, se reflejan, sin embargo, ciertas prácticas y actitudes que son propias del quehacer educativo conservador y tecnocrático: No sin contradicciones. Veamos los siguientes contrastes: En las escuelas predominaba (y hoy predomina), por ejemplo, la falta de planeación administrativa y académica, gerencialista o no; aunque a nivel de SEP se generó una enorme y documentada literatura burocrática sobrecargada de planificaciones y normatividades. Escaso conocimiento sobre las teorías de diseño y estructuras curriculares (antes y después del cambio); ausencia de criterios académicos en el diseño de estrategias y medios para evaluar los aprendizajes; baja inversión para la formación continua, la actualización y el desarrollo profesional de las y los maestros no sólo en contenidos escolares, sino también en normatividad institucional o en diversos aspectos del desarrollo infantil y juvenil; insuficiente formación continua profesional en materia psicopedagógica; prácticas educativas con excesos en la directividad y control sobre los docentes y alumnos; inclinación a mantener relaciones autoritarias, excluyentes y discriminatorias; registro de procesos administrativos lentos, generalmente marcados por la “burocratización” negativa y, en especial, existencia de un ambiente culturalmente pobre o poco motivante para el desarrollo profesional de las y los docentes.
Durante la última década (2015-2025) se ha registrado falta de correspondencia curricular entre las instituciones formadoras de docentes (me refiero a la formación inicial como la que se lleva a cabo en las escuelas normales) y las demandas de las escuelas de educación básica en México. Existe un desfase formativo que impide una vinculación orgánica e institucional entre los planes y programas de estudio de las instituciones formadoras (incluyo a los programas académicos de licenciatura de UPN y CAM) y las prácticas docentes requeridas en las aulas de educación básica, lo que afecta no sólo el desarrollo profesional de los maestros, sino la renovación o transformación de las prácticas educativas y pedagógicas, (ver: https://www.sdpnoticias.com/opinion/instituciones-formadoras-de-docentes-y-educacion-basica/)
En el análisis de las reformas educativas de 2013 y 2019, se identifican continuidades como la exclusión de docentes en el diseño de políticas, el énfasis en enfoques gerencialistas (calidad, excelencia, máximo logro de aprendizajes, mejora continua), y la persistencia del modelo competencial, implícita y explícitamente, desde 2004. Estas reformas no han promovido cambios estructurales profundos en la formación docente, porque mantienen un enfoque individualista en las evaluaciones de desempeño, además de que éstas son generalmente estandarizadas, así como para la promoción (vertical y horizontal), y al limitar la participación profesional de docentes y directivos en los procesos formativos.
Conviene analizar también la transición del aparato teórico-metodológico y el concepto de “competencias” al de “capacidades” en el plan de estudios de educación básica (SEP, 2022-2024). Cambiar términos sin abordar los paradigmas educativos subyacentes no resuelve los problemas teóricos y prácticos, como la complejidad de la planificación didáctica y la falta de preparación especializada y continua en diseño curricular para los docentes y cuerpos colegiados.
Se requiere reflexionar también sobre la carrera magisterial (1992-2013), como modelo, porque era un programa que incentivaba la formación continua, pero que desapareció por problemas de corrupción, es decir, por falta de transparencia y uso corporativo-sindical del programa, debido sobre todo a los usos presupuestales del mismo. Por todo ello, es oportuno hacer una crítica a las evaluaciones docentes implementadas en las últimas décadas, puesto que han priorizado la estabilidad laboral sobre el desarrollo profesional, y repensar acerca de las transformaciones estructurales en lugar de ajustes superficiales, como es el caso de organismos como la Unidad del Sistema para la Carrera de las Maestras y los Maestros (USICAMM) o la Coordinación nacional del Servicio Profesional Docente (2013).
En resumen, observo falta de alineación entre la formación docente y las necesidades de la educación básica, la persistencia de modelos gerencialistas en las prácticas educativas e insuficiencia de cambios estructurales en las políticas públicas educativas.
Propondría trazar una línea de políticas públicas orientada hacia una formación más integrada, participativa y contextualizada, (la Estrategia Nacional de Formación Continua, de la SEP, habla de “situada”), que responda a los desafíos prácticos y teóricos del sistema educativo mexicano, así como de los contextos sociales, económicos y culturales regionales y locales.
Un aspecto importante a considerar en esa ruta de cambios en este ámbito, es la adopción de políticas no privatizadoras o privatizantes, directa o indirectamente, de la formación continua y el desarrollo profesional de docentes y directivos de la escuela pública, tal como se ha hecho durante la última década.
*Fragmentos del texto que leeré durante la participación en el foro “Nueva Escuela Mexicana y la Formación de Maestros: Realidades, Análisis y Perspectivas”, el cual se llevará a cabo el próximo 8 de julio, en CDMX.
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