Los procesos de desmilitarización y militarización recorren la historia del país.

Al principio, la posibilidad de lograr la independencia nacional y de mantenerla, estuvieron asociados a la capacidad militar, del armamento y de organización del ejército para garantizar la defensa e integridad nacional, en combinación con la aptitud para dar vigencia al estado de derecho; la vulnerabilidad que se tuvo en esos ámbitos derivó en la pérdida de más de la mitad del territorio original.

La brutal lucha de Juárez, primero a favor de la vigencia del régimen constitucional derivado de la Carta Magna de 1857, a través de la famosa guerra de reforma o de los tres años y, después, a favor de la República y contra la invasión francesa, tuvo como principal sustento al ejército republicano; cuando se retomó el orden y la vida institucional con las elecciones de 1867, se inició en paralelo un proceso de desmilitarización, como correspondía a una etapa en la que se recuperaba la paz, urgiendo poner en pie la actividad gubernamental, el orden de las finanzas y de la actividad pública, para favorecer el desarrollo social y económico del país.

De la militarización necesaria se pasó a la desmilitarización estratégica, pero pronto, por la vía armada llegaría Porfirio Díaz al poder de conformidad con el Plan de Tuxtepec y habiendo derrotado, en el campo de batalla, al gobierno de Lerdo de Tejada. Después del intermedio del gobierno de Manuel González entre 1880 y 1884, vino la larga etapa del porfiriato que se vio fracturada con la Revolución de 1910, a pesar de un dominio consolidado en condiciones de una estabilidad básica que llevó a algunos a la expresión que se hizo famosa de la “paz porfiriana”.

Sin embargo, la larga etapa de “tranquilidad porfirista” no deja de ser engañosa, pues se combinó con actos de represión y sojuzgamiento junto al desarrollo de una estructura de gobierno sofisticada con sistemas de información y de la estructura de los llamados jefes políticos que podían anticipar y contener inconformidades. Algunos opinan que el ejército se encontraba debilitado en cuanto a su integración y que ello, en cierta medida, explica la rápida declinación de Díaz ante el movimiento encabezado por Madero, quien, por cierto, criticó el militarismo en su libro de la “Sucesión Presidencial”.

El gobierno efímero de Madero y su asesinato condujeron, en la expresión del Plan de Guadalupe y con el liderazgo de Venustiano Carranza, a una nueva etapa de enfrentamiento para derrotar al dictador Victoriano Huerta; después, el Plan fue adicionado para dar continuidad a una guerra que permitió arribar a la Constitución de 1917 y, con ello, a una nueva etapa en la vida de la República. Entre las aspiraciones de ella estuvo el de institucionalizar el ejército. No fue fácil hacerlo, todavía pasaría una larga etapa de gobiernos presididos por militares y de integrantes del ejército que rivalizaron con aquellos cuando fueron candidatos: Juan A. Almazán contra Manuel Ávila Camacho, o la aspiración de Miguel Enríquez Guzmán en contra de la candidatura de Adolfo Ruíz Cortínez. Se trató entonces de consolidar un ejercito institucional, de desmilitarizar la vida de un país amenazado por la edificación de ejércitos privados vinculados al poder de los caciques y del dominio regional de algunas figuras.

Se puede decir que conformar gobiernos civiles, requirió pasar por un proceso complejo de desmilitarización y, en paralelo, de institucionalización del ejército. Miguel Alemán, fue el primer presidente, 1946-1952, de la nueva etapa, misma que se encaminaba por la vía de separar a los mandos superiores del ejército del ejercicio del poder político; no fue casual que, entonces, emergiera la participación de universitarios y, en general, de egresados de distintos centros de enseñanza superior, en el gobierno.

La desmilitarización fue de un tracto difícil, supuso negociaciones y la implementación de opciones distintas para brindar alternativas, desde luego, las posibilidades de pensión, pero también el otorgamiento de distintas concesiones y facilidades de participación en actividades productivas, especialmente en la construcción, que pudieran calificarse de excesivas y abusivas, pero en todo caso justificadas en la vía de una negociación eficaz.

Sin duda que el largo proceso de desmilitarización en México fue exitoso, pues el ejército adquirió una clara institucionalización, señorío y compromiso patriótico, que pasó por la prueba de la consolidación de la pluralidad de fuerzas políticas y de la alternancia en el ejercicio del poder, siendo un actor relevante para que el país haya sido una de las excepciones en Latinoamérica, respecto de no haber caído en las garras de las dictaduras militares. ¡Qué duda cabe que el mexicano es un gran ejército!

¿A qué viene ahora la tendencia hacia el militarismo?

Por qué ampliar los espacios de participación del ejército en actividades que no le son propias como las de los puertos, las de seguridad, las de construcción pública. Olvidar los aprendizajes y procesos de la historia es peligroso; caer en el dominio de la coyuntura, en la salida más próxima y fácil como la de recurrir a la noble estructura militar es provocativa, pero no es sostenible en la dimensión amplia del desarrollo del país conforme a la perspectiva histórica. Toda militarización ha implicado una desmilitarización, si es que hablamos de gobiernos de civiles; ¿acaso estamos hablando de instaurar otra tendencia?