Buena parte de los analistas independientes asumen una suerte de rebelión por parte de los cercanos al expresidente López Obrador, no sólo por el descuido en la simulación de austeridad, sino por la respuesta y el desdén que muestran ante los señalamientos públicos. La presidenta es parte relevante de la crítica a quienes siendo de casa presumen exceso y riqueza. Su carta a Morena donde insiste no mostrar riqueza o dispendio personal ha sido tomada a la ligera, lo demuestra este verano en el que muchas figuras emblemáticas dejan claro que el voto de pobreza no aplica a ellos, incluyendo a la más importante figura, el potencial sucesor del proyecto, el futuro arquitecto del tercer piso de la transformación, Andrés López Beltrán.
Cierto es que la fuerza e influencia de López Obrador es inversamente proporcional a la de la presidenta Sheinbaum. Él se ha administrado, pero no sus próximos; de hecho, las únicas expresiones del expresidente, cuando fue a votar en la deseñada elección judicial, fueron excesivamente elogiosas a la presidenta. No tuvo efecto porque no resultaron creíbles, como sucedió con el presidente Salinas con su “no se hagan bolas” cuando había confusión en los priistas sobre un eventual relevo de la candidatura presidencial de Colosio por Manuel Camacho.
La presidenta Sheinbaum de manera genuina ha rendido generoso e incondicional reconocimiento al expresidente como líder moral del proyecto y ha cuidado mantener la unidad y resistirse a cualquier acción que pudiera entenderse de distanciamiento. Es explicable que los malquerientes del expresidente y muchos más quieran un esquinazo al exmandatario. Se quedarán esperando, no por debilidad de la presidenta, sino porque tiene claro, y acierta, que ella y su gobierno saldrían perdiendo de haber una fractura, incluso, un debilitamiento en la relación López Obrador-Sheinbaum. Es un tema de agradecimiento -que lo hay-, y, más que eso, de cálculo elemental. La división del proyecto a todos afecta, más a la vista de los desafíos económicos y la presión brutal de Trump.
El futuro de la relación entre el expresidente y la presidenta está en la tolerancia del primero al quehacer de la segunda. Se trata de entender que la mandataria asume decisiones difíciles y obligadas respecto a la supervivencia del proyecto. Por ejemplo, es insostenible la estrategia del mentor en materia energética y seguridad. Los enemigos son los mismos; el método y desmantelar el régimen anterior se hace propio, pero con ajustes. El problema mayor no está en la falta de disciplina o sensibilidad de la nomenclatura morenista, sí en la corrupción que afecta la funcionalidad del gobierno y la presión de las autoridades norteamericanas que tienen todas las fichas del juego por lo desigual de la relación y porque saben de los vínculos entre políticos, negocios, militares y grupos criminales. Soberanía no es proclama, es condición de fortaleza y México no la tiene.
La presidenta no tomará medidas disciplinarias o ejemplares porque la amenaza al proyecto no deviene de la imagen de probidad que ha quedado comprometida con el abuso y los excesos, sino de lo que puede ocurrir en el frente de la relación con EU. Más aún, la corrupción generalizada en gobiernos locales, en el federal, en el sector militar y en las dos grandes empresas púbicas abre muchos frentes que se administran por la FGR. La sociedad ha perdido capacidad de denuncia con el sometimiento de los medios y la intimidación a periodistas y organizaciones civiles. Nuevamente, el problema está en el vecino. Su agenda es una amenaza y son impredecibles los alcances de sus exigencias. Enviar criminales, presuntos o sentenciados sin extradición de por medio es una ofrenda insuficiente. Un asunto insoslayable es su exasperación porque el gobierno no actúa frente a los grandes criminales, políticos, militares o empresarios coludidos con el narcotráfico, para ellos es complicidad o impotencia.
La presidenta Sheinbaum no puede caer en el juego de ganar autoridad a través la depuración en su gobierno o en el partido; tampoco emprendiendo acciones legales contra funcionarios federales o estatales de alta jerarquía por faltas documentadas. A pesar de la exigencia de los de casa y los de fuera de sanear, es mejor mantener la unidad que exponerse a una fractura porque el panorama hacia delante es sumamente complicado e incierto, quizás adverso. Especialmente si por la presión del país vecino se vuelve inevitable actuar contra alguna figura política relevante. Las sanciones disciplinarias vendrán de fuera, no de quien manda en casa.