Hubo noches —no hace mucho— en que Poza Rica parecía una ciudad fantasma. Las calles estaban vacías, el alumbrado público intentaba, inútilmente, iluminar una ciudad que se sumía en la oscuridad del miedo, y hasta los perros callejeros avanzaban con cautela, como si todo Poza Rica contuviera el aliento.

Las conversaciones en las casas y en los lugares de reunión de siempre —el Café Manolo, el Capri, el Mante, las taquerías de toda la vida, los locales de antojitos donde antes no cabía un alma, incluso los antros de moda— se repetían en un mismo tono: “Ya no se puede salir”, “mejor nos quedamos en casa”, “así no se puede vivir”. La violencia, las extorsiones, los rumores, el cansancio… Todo había ido apagando, poco a poco, la vida nocturna de esta ciudad que alguna vez fue sinónimo de trabajo, música y movimiento.

Y entonces vino el agua.

El Cazones se desbordó y Poza Rica entera se convirtió en un laberinto de lodo y angustia. Las colonias cercanas al río fueron las primeras en sufrirlo; los que poco tenían, lo perdieron todo. Pero en medio del desastre apareció algo que hacía tiempo no se veía: presencia, organización y comunidad.

De pronto, donde antes sólo había calles vacías y luces apagadas, comenzaron a pasar camionetas, a escucharse sirenas, motores y voces que rompían el silencio de la madrugada.

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El miedo dejó de ser la única compañía nocturna. En su lugar apareció un ir y venir constante de soldados, marinos, policías, rescatistas, jóvenes, familias enteras y voluntarios ciudadanos, que trabajaban hombro con hombro para rescatar, limpiar y ayudar, sin distinciones ni jerarquías, como si toda la ciudad se hubiese puesto de acuerdo para levantar a los suyos.

Las principales avenidas de la ciudad —la 20 de Noviembre, los bulevares Ruiz Cortines y Lázaro Cárdenas, la avenida Puebla— volvieron a tener vida. Donde días atrás reinaban el silencio y la incertidumbre, ahora se ven vehículos de trabajo, cuadrillas de limpieza, patrullas y camionetas cargadas con víveres.

Los restaurantes abren sus puertas y en muchos casos donan alimentos a quienes lo perdieron todo; empresas, instituciones públicas y familias particulares han instalado centros de acopio improvisados en esquinas, estacionamientos y frentes de negocio.

Los jóvenes regresan a las calles, no como simples espectadores de la tragedia.

Regresan con todo su ímpetu, con toda su energía y, sí, con una rabia limpia: la que nace de ver caer lo suyo y negarse a rendirse. Con cada paletada de lodo, con cada mueble estropeado que retiran de las calles, con cada comida caliente que ayudan a repartir, parecen decirle a Poza Rica que no todo está perdido.

No solo están limpiando las calles; están limpiando el alma de una ciudad que quiere volver a reconocerse.

Es cierto: todavía no estamos viviendo un regreso pleno a la normalidad. No hay que engañarse: la delincuencia no desaparece por decreto, ni las extorsiones se esfuman porque haya más patrullas o uniformes en las calles.

Lo que tenemos hoy es una pausa, un respiro que nos recuerda quiénes éramos antes del miedo y lo que todavía podemos ser si seguimos juntos.

Y eso, en medio de todo, ya es mucho. Porque una ciudad que se atreve a salir de nuevo —aunque sea entre charcos, cansancio y escombros— es una ciudad que aún tiene esperanza.

Poza Rica hoy respira distinto.

No porque el peligro haya terminado, sino porque la gente está volviendo a confiar en sí misma.

Los negocios abren con precaución, las risas vuelven a escucharse en las banquetas, en las esquinas, en los frentes de los locales donde antes sólo había silencio. Los vecinos se saludan al cruzarse con una pala, una cubeta o una escoba en la mano. En cada golpe de escoba, en cada pared que vuelve a pintarse, en cada casa que se limpia y se repara, hay pequeñas victorias: silenciosas, pero llenas de significado.

La solidaridad que brotó del desastre también encendió las calles. Y aunque este respiro no dure para siempre, ha dejado una huella que no se borra con el agua.

Quizá después, cuando pase la emergencia y los reflectores se apaguen, regresen los viejos temores, los cobros de piso, las sombras que durante tanto tiempo nos hicieron encerrarnos temprano.

Pero tal vez esta vez no sea igual.

Porque ya sabemos que también somos capaces de resistir juntos lo que antes nos paralizaba, y que una ciudad que se reconoce a sí misma puede volver a levantarse cuantas veces haga falta.

Por eso, más que nostalgia por lo perdido, este momento deja una certeza serena: Poza Rica sigue viva.

A pesar del lodo, de la violencia y de los años difíciles, sigue latiendo.

Tal vez por obligación de la contingencia, o tal vez porque en el fondo nunca dejamos de ser una comunidad que se sostiene entre todos.

Pero hoy, cuando uno recorre las avenidas iluminadas por los faros de los autos y el murmullo de las brigadas nocturnas, hay algo en el aire que recuerda a los tiempos de bonanza: la sensación de que todavía es posible creer.

Que este respiro no sea un olvido, sino una enseñanza. Que no confundamos el retorno del movimiento con la ausencia del peligro, pero tampoco el miedo con la rendición.

Y que, cuando vuelva la calma, no volvamos a escondernos: sigamos saliendo —no por imprudencia, sino por amor propio—, sigamos reconstruyendo la ciudad desde la confianza.

Porque si algo demostró esta tormenta, es que Poza Rica puede volver a respirar.

Y esta vez, ojalá nada ni nadie nos quite el aliento.

X: @Renegado_L