Marco Rubio, secretario de Estado de Estados Unidos, llega a México en medio de la crisis venezolana y con la intención de firmar un nuevo acuerdo de seguridad. Su visita se da en un tablero regional complejo: Washington ha escalado su presencia naval frente a Venezuela bajo la bandera antinarcóticos; mientras, Caracas responde con movilización militar y retórica soberanista.

Más que preludio de una invasión, se trata de “diplomacia de cañoneras” con alto valor simbólico, un recordatorio de que la administración Trump está dispuesta a presionar en múltiples frentes para debilitar al régimen de Maduro y a sus redes de apoyo. México aparece en ese esquema como pieza bisagra: asegurar puertos, rutas aéreas y cadenas financieras que cruzan su territorio es clave para Washington, porque así se sostiene la narrativa de “ahogamiento” a Maduro sin disparar un tiro.

Para la 4T, el nuevo acuerdo de seguridad puede ser oxígeno o lastre. Claudia Sheinbaum ha insistido en que este estará basado en soberanía: “comunicación y coordinación sin subordinación”. El reto es que esos principios se traduzcan en resultados verificables como el control de precursores químicos, trazabilidad de armas y cooperación judicial ágil. Centros de pensamiento como el Baker Institute y el Wilson Center han señalado que la relación puede recomponerse si hay cooperación real y métricas claras, mientras que advertencias como la del Quincy Institute subrayan que cualquier exceso de Washington podría erosionar tanto la prosperidad, como la seguridad en ambos lados de la frontera. Bloomberg ha adelantado que en Washington el pacto también se percibe como una palanca para enfriar tensiones comerciales, lo que muestra que la seguridad y la economía se entrelazan en esta negociación.

Rubio llega con expectativas concretas: acción rápida contra cárteles, freno al fentanilo, reducción de flujos migratorios y un contrapeso a actores “extra-continentales”, especialmente China. En declaraciones recientes ha descrito estas redes criminales como una “empresa transnacional” que debe enfrentarse con herramientas de seguridad nacional, no solo de cooperación policial. Esa visión implica que Estados Unidos medirá la eficacia del acuerdo no sólo por cifras locales de homicidios o detenciones, sino también, por el impacto indirecto que pueda tener en el debilitamiento de las rutas que sostienen a Venezuela y sus aliados.

Su visita también se inserta en un marco ideológico más amplio: Trump ha tensado la relación con Lula, amenazando con aranceles de hasta 50 % y desafiando la agenda de los BRICS en foros como la OMC. El Grupo de Puebla, que articula liderazgos progresistas en la región, es visto por Washington como una plataforma afín a esa órbita. Así, el acuerdo con México funciona como mensaje geopolítico hacia el sur: Que la frontera norte se alinea con la estrategia de Trump y no queda como zona gris en el choque con el eje Lula–Puebla–BRICS.

En conclusión, el arribo de Rubio y la firma del acuerdo de seguridad significan mucho más que cooperación bilateral. Para la Casa Blanca, se trata de usar a México como socio estratégico en la presión sobre Venezuela y como contrapeso frente a Brasil y el progresismo latinoamericano. Para la 4T, representa la oportunidad de ganar credibilidad si logra resultados medibles y preservar márgenes de soberanía, pero también el riesgo de cargar con un pacto tóxico si Washington lo convierte en plataforma de ultimátums. Lo que se juega en esta visita no es solo la relación bilateral, sino la posición de México en la redefinición hemisférica que impulsa Trump contra sus adversarios ideológicos.