Si no fuera porque afecta y perjudica a millones de mexicanos, la administración de justicia en nuestro país sería motivo de carcajadas, salvo que no pasa la prueba de la risa. Lo sucedido con Emilio Lozoya, la Fiscalía General de la República (FGR), la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF), el Hunan y el juez Artemio Zuñiga Mendoza es francamente bochornoso. Debiera avergonzarnos a todos.

No es muy popular decir que Lozoya debe permanecer en libertad mientras no sea sentenciado. Pero tal es la única conclusión lógica a la que cualquiera puede llegar después del sainete de ayer y de los dieciséis meses que han transcurrido desde que el exdirector de Pemex llegó a México tras haber sido detenido en España. Lozoya es un culpable confeso, cierto, aunque el valor de la confesión como prueba es tema de discusión en México y en muchos países. Yo espero que algún día sea juzgado y encontrado culpable, y que entonces cumpla su sentencia en la cárcel. Pero ese día no ha llegado. El único día que llegó fue el día cuando Andrés Manuel López Obrador enfureció con la Fiscalía y le ordenó que no aceptara la solicitud de Lozoya de extender el plazo para presentar más pruebas contra Enrique Peña Nieto, Luis Videgaray, Ricardo Anaya, Jorge Luis Lavalle, et al.; el mismo día cuando el Ministerio Público solicitó la prisión preventiva justificada que no solicitó hace meses y el juez de control otorgó las medidas que no impuso hace más de un año.

Los fiscales hicieron un ridículo mayor al confesar abiertamente que el problema fue el episodio del Hunan, en el que Lozoya al parecer demostró una falta de “pudor procesal”  —whatever that means— y un “comportamiento” que no se ajustaba al de una persona sujeta a un proceso penal: una provocación. Todo eso puede o no ser cierto, pero lo que hizo Lozoya en el Hunan no era ilegal, como el propio y pobre juez lo reconoció. En todo caso muestra la falta de riesgo de fuga. La UIF también hizo un oso terrible, al pedirle a Lozoya un “comportamiento diverso”, como si hubiera un Manual de Carreño para los acusados que enfrentan su proceso en libertad.

Pero el oso mayor fue el del juez. Es cierto que no impuso la prisión preventiva hace dieciséis meses porque la Fiscalía no la solicitó y porque sin dicha solicitud, a decir muchos penalistas, no podía imponerla por su cuenta. Pero el juez sí podía decir que la prisión preventiva no se justificaba en esta ocasión, ya que nada había cambiado entre el día de ayer, cuando Lozoya estaba libre en espera de presentar pruebas de sus acusaciones, y el día de hoy, cuando se encuentra tras la rejas. Los delitos de los cuales se le acusa son los mismos. Sus recursos financieros, sus contactos y redes para evadirse son los mismos. La mejor prueba de que no existía riesgo de fuga es… que no se fugó.

El juez hubiera podido perfectamente afirmar que en este caso no aplica el principio de rebus sic stantibus; es decir, que su decisión debía cambiar porque las circunstancias cambiaron. Lo único que cambió fue el estado de ánimo presidencial y la sensibilidad de la Fiscalía ante esa mutación anímica. El MP, la UIF y el juez le jugaron cubano a Lozoya —como antes a Rosario Robles y a Jorge Lavalle— al hacerle pensar que seguiría en libertad una vez que se presentara físicamente a la audiencia. Además, le darán toda la razón a Ricardo Anaya si estos días no se presenta a su audiencia y permanece fuera del país.

Me podría dar gusto que Lozoya esté en el tanque: lo merece y le toca. Creo también que, al igual que Sir Francis Drake, robó para la Corona y no tanto para sí mismo, al igual que Rosario Robles. Pero la farsa de ayer muestra la completa ausencia de justicia en México, para ricos y pobres, para justos y pecadores, para chivos expiatorios y presos políticos, bajo el PRI y con la 4T. Lo bueno es que la gente ya no se la cree: de acuerdo con una encuesta publicada el día de hoy en El Financiero, el 37 % de los mexicanos tiene una opinión favorable del combate de AMLO contra la corrupción —pero el 49 % tiene una opinión desfavorable—.

*Cortesía de la Revista Nexos