Las encuestas no son instrumentos para seleccionar candidatos, tampoco para tomar decisiones. Son medios de aproximación tan imperfectos y falibles como para depositar en ellos determinaciones fundamentales. Además, las encuestas en México padecen un merecido desprestigio. Sí, merecido, particularmente las de carácter electoral.

Las encuestadoras siempre que fallan en sus pronósticos, como sucedió en la pasada elección intermedia, simplemente callan y esperan el beneficio del olvido. Cada vez es mayor la desconfianza social en las encuestadoras, de allí la elevada no respuesta o la respuesta engañosa. Recuérdese el consenso de, prácticamente, todos los estudios en la elección pasada de que el partido gobernante obtendría más de 40 por ciento, logró 35 por ciento. Reforma dio 43 por ciento y ninguna explicación sobre el error. En El Universal se habló del error sistémico, cuando en realidad era un engaño inferir la integración de la Cámara a partir de una encuesta nacional.

Las razones honorables por las que los partidos optan por las encuestas para resolver la competencia interna remiten al costo y a la infundada confianza de si, realizadas con método y con empresas reconocidas arrojarán resultados convincentes y, por lo mismo, resolverán una eventual inconformidad.

Las razones no honorables para optar por encuestas se refieren a que los estudios, especialmente cuando los realizan las burocracias partidistas, son medios para imponer candidatos bajo la tesis de que es la voluntad de la mayoría; por tanto, quien se inconforme es un mal perdedor. Argumento que ya prepara Mario Delgado contra Ricardo Monreal. Evidencias abundan, y han sido grotescas.

Algunos aconsejan una serie de reglas para que las encuestas adquieran validez y confianza entre los competidores. Entre otras:

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  • Que no sólo sea una sola entidad haga el estudio, sino tres
  • Que el cuestionario sea consensuado y del conocimiento previo de los competidores
  • Que la metodología sea pública y aprobada por todos los aspirantes a ganar la candidatura

Aún así, las encuestas no son el instrumento para reemplazar un ejercicio democrático. La encuesta para seleccionar candidatos beneficia al candidato más conocido, no necesariamente al mejor. Por lógica elemental, nadie votaría por ni emitiría una opinión favorable de un prospecto de candidato que no conoce. En otro sentido, las encuestas convocan a ciudadanos, no a votantes. El abstencionismo varía entre 40 por ciento y 50 por ciento, sin embargo, esos abstencionistas ocasionales o consuetudinarios, en una encuesta también deciden.

Las encuestas no deben desplazar a los procesos democráticos. Son costosos, sí, y también requieren tiempo, organización y de una infraestructura para una jornada electoral ordenada y confiable. Además de instrumentos básicos, como es el padrón de votantes, que para los partidos es un problema, ya que sus burocracias partidistas con toda anticipación manipulan los listados de sus miembros, precisamente para cargar los dados.

Las elecciones primarias movilizan y generan consensos regionales y sectoriales en torno a precandidatos y propuestas. Las campañas, sin duda, son un factor de participación, diálogo y debate que las encuestas no promueven o facilitan. Efectivamente, se requiere civilidad para aceptar el resultado adverso y para respetar al árbitro, algo que, por cierto, no sucede ni en la elección constitucional.

El presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) se ha pronunciado por el método de la encuesta. No es lo más democrático, sí lo más práctico; y de acuerdo con los precedentes en su propio partido, muy poco confiable. Como tal tiene razón el senador Monreal; la decisión es de tal magnitud e importancia que bien merece una elección primaria. Si el PRI lo pudo hacer en 1999, ¿por qué no lo podría hacer el partido gobernante un cuarto de siglo después?

Federico Berrueto en Twitter: @Berrueto