Claudia Sheinbaum ha comenzado su segundo año de gobierno con una frase que parece marcar época: “La honestidad no es la excepción, es la regla”. Lo dijo con voz templada, sin estridencias, pero con el tono de quien sabe que ese mensaje es, sobre todo, político. Porque detrás del combate a la corrupción, Sheinbaum está dibujando un nuevo mapa de lealtades: quién pertenece, quién ya no, y quién será recordado como el eslabón incómodo del lopezobradorismo.

Su discurso no solo fue una reafirmación de continuidad con Andrés Manuel López Obrador; fue también una toma de distancia. Lo mencionó con afecto y respeto, pero el énfasis y la profundidad con que habló de la lealtad y la rectitud no estaban dirigidos al pasado, sino al presente y a los presentes “acorralados”. En esa insistencia hay un mensaje sutil: el proyecto sigue, pero el círculo íntimo se cierra. No todos los herederos políticos de AMLO están invitados al segundo acto. Hay una nueva era, la del claudismo.

El distanciamiento se expresa, sobre todo, en la manera en que Sheinbaum ha comenzado a tomar decisiones que rompen con los “intocables” de la era anterior. Dos nombres destacan en ese quiebre: Adán Augusto López, exsecretario de Gobernación, y Ricardo Monreal. Ambos fueron cercanos a López Obrador y, en distintos momentos, piezas clave del proyecto original de Morena. Hoy, sin embargo, cargan con el peso del rumor, de la sospecha, del desgaste mediático que Sheinbaum no parece dispuesta a absorber.

A esto se suma el divorcio en el caso de Marina del Pilar, que es paradigmático por sus antecedentes panistas. La cancelación de la visa estadounidense de su ahora exmarido, en medio de operativos binacionales contra el huachicol fiscal, se convirtió en una mancha política que, aunque no derivó en acusaciones formales, sí debilitó su imagen. A su alrededor se tejieron versiones sobre la participación de familiares y funcionarios locales en redes de contrabando de combustibles y evasión de impuestos. Sheinbaum salió en su defensa —“no hay carpeta de investigación en su contra”—, pero el gesto fue medido, administrativo, no político. La presidenta respaldó la legalidad, no la complicidad.

Algo similar ocurre con Adán Augusto López. Las investigaciones sobre presuntas irregularidades patrimoniales y los vínculos de su antiguo jefe de seguridad con el crimen organizado en Tabasco reactivaron la narrativa del poder que se corrompe desde dentro. La respuesta de Sheinbaum fue concurrente y con doble filo: “No vamos a cubrir a nadie.” La frase se volvió un parteaguas. En ella hay algo más que disciplina: hay ruptura. Lo confirma la desesperación del senador intentando hacerle llegar mensajes por toda vía a la presidenta.

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El escándalo de aduanas y huachicol fiscal es hoy el mayor foco rojo entre los dos sexenios: el de López Obrador y el de Sheinbaum. Contrabando de combustibles, redes de facturación falsa, agentes aduanales protegidos por licencias vitalicias, y la participación de mandos militares en la custodia de puertos y fronteras, conforman un entramado que ha costado al país miles de millones de pesos.

En respuesta, Sheinbaum impulsó una reforma a la Ley Aduanera que elimina la vigencia perpetua de las patentes de los agentes aduanales, exige su renovación periódica y establece sanciones que pueden llegar a la inhabilitación definitiva por actos de corrupción o contrabando. La medida tiene una carga potente: cortar el ciclo de privilegios heredados, cerrar la puerta a intermediarios y operadores intocables.

Pero la reforma tiene un límite: el gran ausente sigue siendo la cadena de complicidades dentro del ejército y la Marina, instituciones que hoy concentran la seguridad aduanera. Aunque las cabezas fueron procesadas, poco o nada se sabe de los súbditos que conocen la mecánica operativa que deja millones. La presidenta ha sido enfática en defender a las Fuerzas Armadas —“no se puede juzgar a toda una institución por unos cuantos”—, una afirmación que resuena con la misma ambigüedad con la que AMLO solía justificar a los suyos. El riesgo es que sin transparencia ni sanción a todos los niveles y poderes, la corrupción vuelve a reproducirse como una bacteria resistente a los discursos.

Cuando Sheinbaum invoca la palabra “honestidad”, no solo habla de moral pública: habla de control político. El combate a la corrupción se ha convertido en una frontera simbólica dentro del propio movimiento. En esa frontera, el viejo lopezobradorismo —basado en lealtades personales, pactos informales y una estructura de poder profundamente masculina— está siendo reemplazado por un modelo más técnico, vertical y centralizado, pero igualmente político. Con mano de científica.

Su discurso tiene dos destinatarios: la ciudadanía y su propio partido. A la ciudadanía, le promete limpieza institucional. A su partido, le advierte que ya no habrá perdón ni pacto. El problema, sin embargo, es que la retórica de pureza puede volverse un búmeran. Cada nuevo escándalo, cada investigación pendiente, cada silencio frente a las fuerzas armadas, puede poner en entredicho esa narrativa de incorruptibilidad. La lealtad, cuando se convierte en discurso, exige pruebas públicas de su coherencia.

La nueva Ley de Aduanas puede ser el primer paso hacia una reestructuración real del sistema, pero la pregunta sigue abierta: ¿será suficiente? Si no se rompe con las redes militares y empresariales que operan detrás del huachicol fiscal, si no se transparentan los contratos y las auditorías, la reforma corre el riesgo de ser recordada como un paliativo, no como un punto de inflexión.

Sheinbaum ha hecho del combate a la corrupción y a la inseguridad el eje de su legitimidad. Ahora deberá decidir si su discurso se traduce en sanción, o si termina convirtiéndose en el mismo recurso retórico que tanto criticó a los gobiernos anteriores.

El segundo año de gobierno comenzó con un mensaje de lealtad y limpieza. Pero el poder, como la historia mexicana enseña, se mide menos por las palabras que por las renuncias. Si Sheinbaum logra sostener su promesa sin ceder a la vieja lógica del encubrimiento, podría reescribir la ética política del país y destrozar al famoso priista que según María Scherer y Nacho Lozano, todos llevamos dentro. Si no, la corrupción volverá a ser —como siempre— el discurso preferido de las campañas, y el silencio más cómodo del poder.