“Las mujeres que usan la voz siempre pagan un precio.”
Rebecca Solnit
“Que ser valiente no salga tan caro,
que ser cobarde no valga la pena.”
Joaquín Sabina
El acoso no siempre aparece con golpes. A veces llega envuelto en fuero, en soberbia y en impunidad. A veces tiene nombre y apellido. Y esta vez lo tiene: Gerardo Fernández Noroña.
Lo que está haciendo con Azucena Uresti no es debate político. No es fiscalización. No es transparencia.
Es acoso sistemático desde el poder. La cuatroté presume proteger a las mujeres. Lo repite como mantra. Lo usa de eslogan. De cortina de humo. Basta que una mujer incómoda haga una pregunta también incómoda para que el discurso se derrumbe como siempre: rápido y sin vergüenza.
Hoy la víctima es Azucena Uresti. Y el agresor tiene credencial de la casa: Gerardo Fernández Noroña.
Pero el detalle que más duele es otro: la presidenta —con A y, por tanto, de todas las mexicanas— lo permite.
No es omisión. No es distracción. No es descuido. Es complicidad por silencio. Y en política —y más en lo que se refiere a la violencia contra mujeres— el silencio es un aval.
Noroña no está respondiendo preguntas incómodas. Está castigando a quien se las hace. Azucena hizo lo que cualquier periodista profesional hace: preguntar, exigir claridad, abrir micrófono, ofrecer espacio para transparentar lo que Noroña no quiso transparentar: casa en Tepoztlán, autos, viajes, patrimonio, números que no dan.
Ella puso la voz. Él respondió con la jauría. Y la presidenta… con la boca cerrada.
Si la agresión viniera del PAN o del PRI o del Vaticano, ya habría mañanera, pronunciamiento y victimización en Palacio Nacional. Pero como el ataque viene de su gente, de su bancada, de su círculo cercano, la respuesta oficial es la misma de siempre: mirar al techo, fingir que no escuchan, dejar que el fuego corra.
Este régimen patentó la sororidad selectiva: solo defiende a las mujeres que no incomodan al proyecto. El resto que se aguante. Que se rasquen solas. Que sobrevivan como puedan. Que sean atacadas por integrantes del movimiento, ¡qué más da!
A Azucena la están acosando desde el poder. Desde el Poder Legislativo. Desde el poder digital. Y desde el poder presidencial que calla como momia (diría un expresidente…).
Porque cuando una presidenta se niega a condenar el hostigamiento a una periodista, manda un mensaje brutal: “pueden acosarla, yo no voy a intervenir”. Así, de simple. Así, de cobarde.
Es imposible no ver la asimetría: un legislador con fuero y maquinaria política vs. una periodista con micrófono. Y sí: Azucena tiene miles de espectadores. Pero él tiene poder coercitivo. Tiene bancada. Tiene presupuesto. Tiene impunidad de su lado. Y eso coloca a cualquiera —a cualquier mujer— en desventaja. Esa es la definición PERFECTA del abuso.
Y el abuso se vuelve política de Estado cuando el Ejecutivo lo tolera.
Regeneración Nacional habla de transformación, pero no puede controlar ni la violencia que generan sus propios dirigentes. Habla de feminismo, pero guarda silencio cuando es una mujer la que recibe agresiones de un hombre mareado por el poder. Habla de libertad de expresión, pero azuza a sus fieles a perseguir a quien pregunta.
Habla de ética, pero se atraganta cuando toca exigirle cuentas a uno de los suyos.
Si esto le pasa a Azucena, ¿qué queda para las reporteras de municipios? ¿Qué queda para las que no tienen estudios de televisión? ¿Qué queda para las que no tienen audiencia ni nombre? ¿Qué queda para las mujeres sin micrófono y sin reflector?
Lo que queda es lo que vemos: un gobierno que se llena la boca hablando de mujeres, pero se queda mudo cuando el violento es de casa. Un gobierno que ofrece “protección” mientras deja sola a la primera que exige transparencia. Un gobierno que presume moral mientras permite el acoso.
Al fallarle a Azucena, el gobierno, empezando por su jefa de Estado, le falla a todas. Y peor aún: se delata.






