En Estados Unidos de América se libra una batalla política que, como muchas otras antes, utiliza la migración como arma de manipulación y el miedo como estrategia de campaña. Esta vez, el escenario es California, la ciudad es Los Ángeles, y los protagonistas son el expresidente Donald Trump y el gobernador Gavin Newsom.
Las redadas anti migrantes junto con escenas de fuego, autos y manifestaciones violentas han sido el escenario perfecto para que el presidente norteamericano posicione la narrativa de una situación de excepción.
Trump ha declarado la guerra, no sólo a los migrantes, sino a cualquier liderazgo que no se subordine a su visión autoritaria. Ha ordenado el despliegue de 2,100 miembros de la Guardia Nacional y cerca de 700 marines en la región de Los Ángeles, con el argumento de “restablecer el orden” frente a lo que califica como una “invasión del tercer mundo”. Lo dijo sin pudor alguno en Fort Bragg: “Generaciones de héroes del ejército no derramaron su sangre solo para ver nuestro país destruido por la anarquía del tercer mundo”. Con esa frase, Trump deshumanizó a miles de personas que solo buscan sobrevivir, mientras califica de alborotadores a quienes se atreven a ondear una bandera mexicana en protesta contra las redadas del ICE.
Lo que ocurre en Los Ángeles no es una invasión, sino una manifestación social frente a políticas migratorias inhumanas. Son protestas, en su mayoría pacíficas, que han sido respondidas con fuerza militar, toques de queda y arrestos masivos: más de 197 personas detenidas en un solo día, y miles más atemorizadas por la militarización del espacio público.
El hecho es que la visibilidad hacia las expresiones excesivas como la quema de autos tiene qué ver con exaltar una terrible imagen de los migrantes para justificar las políticas excesivas, ilegales y duras de Trump. Aun cuando la propia alcaldesa de la ciudad, Karen Bass, declaró un toque de queda en parte del centro tras el saqueo de 23 negocios aclarando que la mayoría de las marchas han sido pacíficas y que los actos violentos son atribuibles a infiltrados oportunistas.
En medio de esta crisis, el gobernador Newsom —posicionado como favorito presidencial para 2028 por los demócratas— alzó la voz con claridad: “Este descarado abuso de poder por parte de un presidente en funciones avivó una situación inflamable, poniendo en riesgo a nuestra gente, a nuestros oficiales e incluso a nuestra Guardia Nacional. Ahí comenzó la espiral descendente.” Newsom fue más lejos. Demandó al gobierno federal por el despliegue ilegal de tropas, acusándolo de usar a las fuerzas armadas con fines políticos y en contra de la propia población. La respuesta de Trump fue grotesca: sugirió que Newsom debería ser arrestado.
Pero, ¿por qué tanto odio? Porque Newsom representa el antídoto a la narrativa trumpista. Un gobernador que defiende los derechos humanos, que ha rechazado convertir a su estado en cómplice de redadas arbitrarias, y que —con todas sus contradicciones— ha intentado trazar una política migratoria centrada en la dignidad humana. Trump necesita demonizarlo porque teme su influencia, porque sabe que encarna una alternativa política viable que podría arrebatarle no sólo votos, sino la legitimidad histórica.




Mientras tanto, los movimientos mexicanos y latinos en Estados Unidos, que han salido a protestar contra las redadas, la militarización y la violencia institucional, se encuentran en una encrucijada. Por un lado, su activismo es necesario y urgente. Por otro, hay sectores que buscan instrumentalizar su lucha para construir la narrativa de que Newsom “permite” o “incentiva” una invasión. El peligro es evidente: una protesta legítima puede convertirse en munición política si no se distingue claramente entre quien reprime y quien protege.
Los hechos son claros: la presencia de marines y Guardia Nacional en las calles, las redadas incrementadas a 2,000 personas por día (cuando bajo Biden eran apenas 311), la ocupación de barrios con armamento militar, la violación potencial de leyes como la Posse Comitatus que impide la intervención del ejército en tareas civiles. Todo esto no es parte de una solución, es parte de un montaje político.
Lo que está en juego no es solo la política migratoria, sino la propia democracia estadounidense. Trump eligió la teatralidad por encima de la seguridad pública, y lo hizo en nombre de una narrativa peligrosa, xenófoba y colonialista que busca hacer del latino, del migrante, del disidente, un enemigo interno... Pero la ambición del presidente norteamericano va mucho más allá de “castigar” a México, tiene que ver con dos posibilidades más graves: perpetuar una condición de excepción mediante la cual, extienda su mandato o logre competir de nuevo a pesar de que eso vaya en contra de las reglas electorales vigentes y/o encontrar motivos que a la luz de la percepción mediática pudieran ser suficientes para justificar políticas excesivas en la frontera con México.
Ambas alarmantes. Sin embargo, hoy más que nunca, quienes escribimos y analizamos, debemos señalar esta manipulación con todas sus letras ampliando la lectura más allá de nuestros pleitos domésticos, alejados de las aversiones de la oposición al oficialismo y entendiendo la disputa norteamericana en su justa dimensión y con sus propios factores, pues resulta erróneo realizar análisis político de la situación de otro país a partir de nuestros propios contextos, ignorando que aquel país tiene una cadencia en su política interna y dentro de su soberanía -más siendo la potencia de la que se trata- tiene capacidad para contener protestas y aparatos de seguridad para prevenir actos violentos.
Hemos visto lo que han querido que veamos y los manifestantes han llegado tan lejos como ellos deseaban qué llegaran. No es solo una provocación, es la carne de cañón mexicana y migrante con una causa legítima y entendible utilizada para avivar la llama tensiones propias. Debemos proteger nuestras luchas de las narrativas del miedo y recordar que cada bandera mexicana que ondea en una protesta pacífica es un símbolo de resistencia, no de invasión, entendiendo que el malestar social por las medidas de Trump así como el desgaste a la economía norteamericana le han generado un rechazo qué prácticamente podría hacer qué las preferencias se inclinan por algún demócrata que represente, al menos, estabilidad. Entender eso en contexto hará comprender lo absurdo que es culpar a Claudia Sheinbaum de lo que la Secretaria de Seguridad de aquel país, Kristi Noem, le acusa con frases sacadas de contexto y mal traducidas.