Lo que ocurrió este martes en aguas del Caribe no es un hecho aislado ni debe verse solo como un golpe contra narcotraficantes venezolanos. El ataque letal ordenado por Donald Trump contra una embarcación del Tren de Aragua es, en realidad, la confirmación de un nuevo patrón: Estados Unidos se arroga el derecho de lanzar operaciones militares donde le plazca, cuando le plazca y contra quien decida señalar como “narcoterrorista”.

Ayer fue un barco con droga rumbo a Florida. Mañana podría ser un convoy en Honduras, un laboratorio en Colombia, una célula en Ecuador o incluso una embarcación en costas mexicanas. Esa es la verdadera alarma: la línea roja de la soberanía latinoamericana acaba de ser cruzada, y lo fue con un discurso simple pero brutal —“defensa de Estados Unidos”— que sirve de excusa para intervenir sin pedir permiso.

Trump no esconde su lógica. Con once muertos como saldo, celebra el ataque como triunfo y envía un mensaje inequívoco: no habrá negociaciones ni diplomacia frente al crimen organizado, habrá fuego directo. Y si esa doctrina se normaliza, ningún país de la región estará a salvo.

La pregunta no es si Washington volverá a atacar, sino dónde será la próxima vez.

Lejos de ser un hecho aislado, este episodio es parte de la creciente tensión entre Washington y Caracas. Con buques de guerra desplegados en la zona y una retórica que sube de tono semana tras semana, el Caribe vuelve a ser escenario de confrontación geopolítica.

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Trump no recurrió a eufemismos. Aseguró que el ataque fue “cinético”, un término que expresa la fuerza bruta de un proyectil antes que la diplomacia de una mesa de negociación. El golpe, explicó, se dirigió contra “narcoterroristas” que transportaban estupefacientes hacia Estados Unidos.

La mención al Tren de Aragua no es casual. Esta organización delictiva, surgida en cárceles venezolanas y hoy con ramificaciones en toda Sudamérica, es símbolo del deterioro institucional de Venezuela y del amparo que el régimen de Nicolás Maduro ha dado —por acción u omisión— al crimen organizado. Catalogarla como grupo narcoterrorista abre la puerta a justificar acciones militares directas, sin pasar por tribunales ni acuerdos multilaterales.

Trump, fiel a su estilo, aprovechó para presentarse como el hombre fuerte que protege a su país. Publicó el anuncio en su plataforma Truth Social con tono triunfalista, reivindicando la acción como un logro en la lucha contra los enemigos de América. Lo cierto es que, cada operación de este tipo le sirve como muestra de músculo, refuerza la narrativa de autoridad y alimenta la imagen de un líder que no vacila en ordenar disparar.

La reacción de Caracas tampoco sorprendió. Maduro repitió el libreto conocido: denunció agresión imperialista, acusó a Washington de manipulación y presentó a Venezuela como víctima del intervencionismo. Pero, puertas adentro, la percepción es distinta. En los barrios castigados por la violencia del Tren de Aragua y otras mafias, crece la idea de que el régimen es incapaz de frenar a estas bandas. Esa contradicción erosiona aún más la legitimidad chavista.

Así, el choque entre Trump y Maduro se convierte en un juego de espejos. El estadounidense se enarbola como defensor de la seguridad regional y el venezolano como caudillo que resiste al imperio. Ambos, en realidad, se retroalimentan: uno gana réditos políticos en su electorado y el otro encuentra justificación para endurecer la represión interna.

El verdadero riesgo radica en las consecuencias regionales. Un ataque en aguas internacionales, con saldo mortal, sienta precedente. Puede abrir la puerta a acciones cada vez más audaces de parte de Washington, con la consecuente respuesta de Caracas y sus aliados. Para América Latina, el escenario no es menor: gobiernos cercanos a Estados Unidos verán en el operativo un ejemplo de determinación contra el crimen transnacional, mientras que otros lo interpretarán como una amenaza de intervencionismo que revive fantasmas del pasado.

La historia sugiere cautela. Golpes militares contra líderes criminales no necesariamente desmantelan organizaciones; muchas veces las radicalizan o las dispersan. Además, ofrecen al chavismo argumentos para reforzar su narrativa de resistencia. En cambio, lo que sí logra Trump es instalar el tema en la agenda internacional.

El Caribe vuelve a ser tablero de poder. Antes lo fue por las colonias, luego por Cuba y ahora por Venezuela. Washington, decidido a cortar las rutas de narcotráfico y no oculta su disposición a usar la fuerza. Caracas, debilitada económicamente, solo tiene como escudo la propaganda política.

En medio, queda América Latina. Entre el rugido de las armas y la manipulación de discursos, los pueblos enfrentan la incertidumbre de un conflicto que mezcla crimen, geopolítica y ambición de poder. Los once muertos del ataque no son únicamente víctimas de un operativo militar; son también la muestra de hasta dónde está dispuesto Trump a llevar esta nueva escalada.

México, Colombia y Ecuador: ¿los próximos blancos?

Basta mirar el mapa del crimen organizado para entender la inquietud. En México operan los cárteles más poderosos del continente, responsables de la mayor parte de la droga que llega a Estados Unidos. Colombia sigue siendo epicentro de producción de cocaína. Ecuador, en plena crisis de violencia, se ha convertido en nuevo punto neurálgico de las mafias. Honduras y Guatemala son clave en el tránsito de estupefacientes.

Todos estos países, en mayor o menor medida, podrían ser señalados mañana como nidos de “narcoterroristas”. Si Trump decidió atacar un barco en alta mar, ¿por qué no podría ordenar mañana un ataque aéreo contra un laboratorio en la selva colombiana, un campamento del crimen en Ecuador o una embarcación frente a las costas mexicanas?

Ese es el peligro real: que la doctrina del “ataque cinético” se extienda como práctica aceptada, con el argumento de que lo que se hace es proteger la seguridad de Estados Unidos.

Hasta ahora, la reacción en América Latina ha sido tibia. Algunos gobiernos guardan silencio, otros apenas expresan preocupación. El problema es que esta falta de contundencia puede interpretarse en Washington como permiso tácito.

Maduro, desde luego, elevó la voz con su retórica antiimperialista, denunciando una agresión a la soberanía venezolana. Pero su discurso pierde fuerza porque su régimen es incapaz de frenar al Tren de Aragua, y para muchos observadores internacionales, la operación estadounidense resultó en los hechos una demostración de fuerza legítima.

Lo grave es que, al normalizarse este tipo de acciones, se debilitan los mecanismos multilaterales y se fortalece la idea de que Trump puede, por sí solo, decidir cuándo y dónde actuar en nombre de la seguridad hemisférica.