Solo el tiempo dirá si los nuevos ministros pasarán a la historia como los jueces que honraron su responsabilidad ante la nación o como quienes permitieron que la justicia se debilitara. Lo único seguro es que, a partir de septiembre, México no será el mismo, y la Suprema Corte de Justicia de la Nación estará bajo la mirada atenta de la sociedad y del juicio implacable de la historia.
No se trata de una afirmación menor ni de un recurso retórico. Estamos frente a un proceso inédito: por primera vez en nuestra historia, los ministros de la Corte fueron electos por voto popular. El resultado es que a partir del 1 de septiembre el máximo tribunal no solo tendrá nuevos rostros, sino también una nueva legitimidad de origen. La pregunta que flota en el aire es si esa legitimidad será suficiente para sostener la independencia y la imparcialidad que requiere un poder judicial en una democracia madura.
Lo que está en juego no es simplemente la composición de un órgano colegiado. Lo que se redefine es el sentido mismo de la justicia constitucional, es decir, la capacidad de un tribunal supremo para actuar como guardián de la Constitución, árbitro de los conflictos entre poderes y garante último de los derechos fundamentales. Perder esa función equivaldría a desmontar uno de los pilares de nuestra república.
Imaginemos por un momento un escenario en el que la Suprema Corte deje de actuar con autonomía. El primer riesgo es el vaciamiento del control de constitucionalidad: las leyes y reformas podrían aprobarse sin límite ni freno, incluso aquellas que atenten contra derechos básicos o principios democráticos. Una Corte complaciente se convertiría en una simple notaría del poder político.
El segundo riesgo es la erosión de los derechos fundamentales. La historia de México demuestra que muchos de los avances en materia de libertades, igualdad y acceso a la justicia no provinieron de la voluntad legislativa, sino de resoluciones judiciales que corrigieron abusos. Sin una Corte fuerte, quienes se vean vulnerados por el poder difícilmente encontrarán un refugio institucional.
El tercer riesgo es la desconfianza social. La justicia constitucional se sostiene no solo en sentencias, sino en la credibilidad de sus jueces. Si la sociedad percibe que los ministros responden a intereses partidistas o a compromisos adquiridos en campaña, la confianza en la justicia se derrumbará, arrastrando con ella al resto del sistema judicial.
Y hay un cuarto riesgo, quizás el más grave: el desequilibrio de poderes. Una democracia sana requiere que el ejecutivo, el legislativo y el judicial se contengan mutuamente. Si la Corte deja de ser contrapeso, la balanza se inclina peligrosamente hacia el predominio de un solo poder, con las tentaciones autoritarias que ello conlleva.
Por eso resulta simbólico el cierre de la etapa encabezada por la ministra presidenta Norma Piña. Su último mensaje sintetizó con claridad la dimensión del momento histórico: “La Suprema Corte ha recorrido un largo camino para construir su legitimidad… Será la sociedad y la historia misma las que juzgarán a quienes hemos juzgado”. Fue, más que un discurso de despedida, una advertencia. Recordó que la legitimidad no es un sello de fábrica ni un derecho adquirido: se construye con cada resolución, se gana con cada voto razonado.
Bajo su conducción, la Corte se caracterizó por la colegialidad y por debates intensos en los que los resultados no siempre podían anticiparse. Esa imprevisibilidad era la mayor prueba de autonomía. Significaba que los jueces resolvían conforme a la Constitución, no a consignas. Con sus luces y sombras, fue una etapa en la que el tribunal supremo mantuvo la capacidad de frenar excesos, de modular reformas y de recordar que la justicia no puede plegarse al poder político.
El reto para los nuevos ministros es monumental. Haber llegado por voto popular puede darles legitimidad democrática, pero también los coloca bajo sospecha: ¿responderán a la ciudadanía en general o a quienes los impulsaron políticamente? Esa duda solo podrá disiparse con su conducta y con la consistencia de sus sentencias.
Si cumplen con su deber, la Corte podría salir fortalecida como nunca. Sería un tribunal con doble legitimidad: de origen y de ejercicio. Pero si ceden a presiones o se convierten en un engranaje del poder, estaremos frente a la pérdida de la justicia constitucional y, con ello, frente al debilitamiento de toda la estructura democrática.
El verdadero punto de inflexión está en que la Constitución no se defiende sola. Son los jueces quienes deben darle vida con sus resoluciones. Y la independencia no se proclama, se ejerce día a día, incluso a costa de incomodidades y enfrentamientos con los otros poderes.
La responsabilidad no recae solo en los nuevos ministros. También corresponde a la sociedad, a los académicos, a los medios de comunicación y a los propios operadores jurídicos vigilar con rigor el desempeño del pleno. La elección popular no es un cheque en blanco. Lo que dará sentido a esta transformación será la forma en que se honre la Constitución y se protejan los derechos de los mexicanos.
Un tribunal supremo sometido es un país más vulnerable. En cambio, una Corte firme puede ser garantía de estabilidad, de paz social y de respeto a las minorías. Por ello, el debate sobre la justicia constitucional no puede quedar atrapado en círculos de especialistas: debe importar a cada ciudadano, porque de su fortaleza dependen libertades tan básicas como expresar una opinión, acceder a la información pública o exigir rendición de cuentas.
Lo que está por ocurrir no es un ajuste burocrático ni una simple transición institucional. Es una encrucijada histórica. México podría ganar un tribunal renovado, con la legitimidad de las urnas y la independencia de los jueces que deciden con base en derecho. Pero también podría perder la imparcialidad judicial que tanto ha costado construir.
El desenlace dependerá de cómo actúe esta nueva integración. Cada resolución, cada mayoría y cada voto particular irá escribiendo la historia. Y será esa historia la que juzgue si la elección popular significó un salto democrático o un retroceso hacia la captura política de la justicia.
En cualquier caso, lo que sí es seguro es que la Corte no volverá a ser la misma. El 1 de septiembre se abre una etapa en la que la justicia constitucional estará en la mira de todos. De su fortaleza dependerá que México siga siendo una república de contrapesos o se convierta en un país donde la Constitución se interprete al vaivén de las coyunturas políticas.
La advertencia está hecha: la legitimidad no se hereda ni se decreta. Se construye en los hechos, se gana en cada fallo y se pierde en cada claudicación.
X: @salvadorcosio1 | Correo: Opinión.salcosga23@gmail.com