Cuando en 1874, el entonces presidente de la República, Sebastián Lerdo de tejada, impulsó una serie de reformas constitucionales al código de 1857, reinstaló el Senado, lo que significó recuperar el sistema bicameral, compuesto por la coexistencia de la Cámara de Diputados y la de Senadores en un régimen de facultades exclusivas y concurrentes.

En el contexto de esa modificación se encontraba la declaración del presidente Comonfort, quien había señalado que con esa Constitución no se podía gobernar, prohijando el llamado autogolpe de Estado que llevaría a la guerra de tres años y al férreo sostenimiento del gobierno por parte de Benito Juárez, al frente del mismo, en su condición de presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

La convicción sobre la necesidad de instrumentar modificaciones constitucionales, ya había sido planteado, además, por el propio Juárez, quien en ocasión de su reelección presidencial en 1867 planteó una consulta o plebiscito para preguntar al electorado sobre la conveniencia de practicar diversas reformas, entre las que se encontraba la integración del Senado, iniciativa que generó una gran controversia entre los liberales y, en ese marco, el lanzamiento de la candidatura de Porfirio Díaz para rivalizar con la de Juárez, quien ganó esos comicios.

A la postre, la susodicha consulta no fue dictaminada, eludiéndose así el grave conflicto que había despertado. Pero, como se señaló, Lerdo de tejada encontró que en 1874 las condiciones eran propicias para concretar la propuesta, y así fue. Con la reinstalación del Senado, entre sus facultades exclusivas se estipuló la declaración de desaparición de poderes en los estados de la República, lo que después fue replicado en la Constitución de 1917.

El ejercicio de tal facultad fue practicado con fruición en los años posteriores. El empleo de esa previsión constitucional fue de uso frecuente, especialmente en momentos caracterizados por conflictos o reacomodos en el gobierno de la república; así fue en 1920 en el marco del Plan de Agua Prieta , cuando ocurrió el asesinato de Venustiano Carranza y después las elecciones que llevaron a la presidencia a Álvaro Obregón; otro tanto sucedió con la rebelión delahuertista de 1924, escenario en el que se verificaron las votaciones que determinaron la presidencia de Plutarco Elías Calles para el período 1924-28; también sucedió así con el conflicto entre Calles y Cárdenas en 1935 que condujo a la ruptura entre ambos y, después, al exilio del primero.

En cada una de esas ocasiones se removió a un importante grupo de gobernadores, con base en la declaración de desaparición de poderes por parte del Senado. Se acreditó, así, que una de las acciones que garantizaban el predominio del poder Ejecutivo federal era la capacidad de éste para remover a gobernadores a través del Senado, desde una perspectiva discrecional y de claro corte autoritario, inherente a los rasgos del presidencialismo que se fue consolidando; el empleo de tal recurso entró casi en desuso, después de la primera etapa post revolucionaria.

Sin embargo, la posibilidad de recurrir a ella estaba presente, como ocurrió con el gobierno de Luis Echeverría, removiéndose así a algunos gobernadores (Hidalgo y Guerrero en 1976) y, amenazándose con su empleo en el caso de Sonora, con Carlos Armando Biebrich, al frente del gobierno del estado, y quien se reveló a su aplicación, por la vía de anteponer y anticipar una solicitud de licencia, valiéndole una difícil persecución por la vía penal y fiscal, de la cual se dio cuenta en múltiples artículos y en las propias memorias que él escribiera.

Más adelante la facultad de remoción fue reglamentada, con lo que se descalificó su utilización como medida unilateral y discrecional del Senado, entrando en desuso en el acervo del régimen presidencial, en su predominancia parlamentaria. Sin embargo, fue reprocesada para adaptarse a formas distintas de implementación, mediante negociaciones que condujeron a que gobernadores en funciones “se vieran precisados” a solicitar licencia para separarse de su cargo o, incluso, para no presentarse al rendir protesta al gobierno que habían conquistado, como sucediera en 1991 en Aguascalientes; antes de él en Michoacán, Estado de México, Yucatán, y otras entidades.

El desafuero de Cabeza de Vaca

La medida entró en crisis en el gobierno de Zedillo, cuando no pudo ser instrumentada para negociar la licencia del entonces gobernador de Tabasco, Roberto Madrazo, a quien se deseaba remover en el marco de una frustrada negociación política. Esos antecedentes gravitan y es inevitable recordarlos ahora que se ha promovido el desafuero en contra del gobernador de Tamaulipas, Francisco García Cabeza de Vaca, con el respaldo y el voto en el Senado del partido en el gobierno – como antes ocurría –, pero con la diferencia que el detonante fue una solicitud de la Fiscalía General de la República.

Sucede ahora que el Congreso del estado de Tamaulipas se pronunció por la negativa para conceder dicho desafuero; si bien son evidentes las diferencias con lo que se hacía en el pasado para remover a un gobernador en funciones, también existen similitudes respecto de una medida de vocación centralista y con genética presidencialista. A todas luces, el procedimiento de un desafuero que avanzó en el Senado, pero que fue rechazado en el ámbito local, se encuentra inserto en una grave ambigüedad jurídica, dando pie a una situación anómala y claramente inconveniente para el desarrollo de Tamaulipas; se trata de un acontecimiento que lastima a la vida política del país y de la entidad, que afecta al pacto federal y a la marcha de las elecciones.

Plantea una situación que pone en predicamento la legalidad, la vida democrática y la convivencia política. Este galimatías no deja de ser expresión del grave conflicto en que se encuentra inmerso el proceso de gobernanza en el país, al tiempo que muestra la necesidad de introducir mecanismos básicos de acuerdo y de entendimiento en el ámbito nacional.