Sigo reflexionando sobre el terrible crimen cometido por Lex “N” en el CCH Sur. El eco de esa violencia atraviesa no solo los pasillos de la escuela, sino también las redes sociales, donde los grupos que se hacen llamar incel —célibes involuntarios— han tejido un discurso envenenado. Son jóvenes que se compadecen de sí mismos por no tener pareja, por no sentirse atractivos, por no haber vivido experiencias sexoafectivas con mujeres; frente a ellos colocan a los “chads”: los apuestos, los optimistas, los exitosos con las mujeres.

En esa batalla digital de espejos rotos flota una pregunta honda, necesaria, urgente: ¿qué significa ser un hombre hoy? ¿Qué se espera de un hombre en un tiempo donde los roles de género parecen desmoronarse, mientras los adolescentes atraviesan la tormenta de la identidad?

Las redes sociales y la pornografía —ese maestro cínico y brutal de generaciones enteras, las digitales— ofrecen respuestas inmediatas, falsas y superficiales: un hombre, dicen, es quien tiene relaciones magníficas, siempre seguro, siempre potente. La ansiedad más común de quienes dejan el cobijo familiar y buscan pertenecer a nuevos grupos se mide, entonces, en la balanza de las amistades y de las primeras experiencias amorosas. El amor y la sexualidad convertidos en mercado, la masculinidad reducida a performance. Las mujeres sin ser comprendidas o pensadas como personas, como dignas, como un ser igual. Son reducidas a objetos conseguibles y medibles.

Antes, la ruta parecía más clara, aunque no menos opresiva: ser hombre significaba ser proveedor, ser conquistador, tener muchas mujeres o fundar una familia. El machismo vendía certezas, aunque fueran violentas. Hoy, los “incels” cargan con un encono especial contra el feminismo y, en general, contra las mujeres. Como si acumularan un resentimiento transgeneracional hacia aquellas que rompieron cadenas y paradigmas. Como si se asumieran víctimas de un vacío de masculinidad, perdida en un abismo de incertidumbre, donde la conquista no encuentra ya territorio ni sentido.

Odian al objeto amado y, al verlo como objeto, no como sujeto, pueden amarlo o destruirlo, poseerlo o aniquilarlo. Se frustran por desear “cogerlo” y no poder. Y personajes visibles como Temach alimentan ese odio, soplando las brasas de una hoguera contra quienes se salen de lo “tradicional”.

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El diagnóstico del joven asesino habla de depresión. Se dice que fue víctima de bullying desde la primaria. Pero más allá de su historia individual, lo cierto es que hoy necesitamos, más que nunca, espacios donde los hombres hablen entre ellos. Espacios para preguntar sin miedo qué significa ser hombre, para narrar sus propias heridas, para inventar nuevas formas de masculinidad. No la “masculinidad tóxica” ni la “masculinidad saludable”: simplemente la masculinidad, plural, vulnerable, humana.

Cuando nos preguntamos cómo las mujeres han sobrevivido al femigenocidio de los últimos siglos, descubrimos una clave: las redes de apoyo, la comunicación constante, el cuidado colectivo. Eso ha salvado vidas. Uno de los viejos mandatos del machismo, en cambio, ha sido el silencio: los hombres no lloran, los hombres no hablan de lo que duele. Por eso las comunidades virtuales, aunque oscuras, resultan tan poderosas: allí, sin rostro ni identificación, pueden ser quienes realmente son.

Quizá el inicio de la respuesta esté ahí: en romper el silencio. En dejar de preguntar a la violencia qué significa ser hombre y empezar a responderlo en voz alta, juntos, sin miedo.

El fondo es preocupante pues el episodio no fue aterrador para todos. Para algunos, fue inspirador. En los blogs y comunidades virtuales, Lex se ha convertido en un nuevo modelo a seguir con aura de heroismo. Va mucho más allá de la UNAM, se trata de un grupo dispuesto a replicarlo en los espacios que pueda.