Los intentos fallidos para aprobar reformas constitucionales, así como los subsecuentes para insistir en encausar las determinaciones rechazadas mediante reformas legales ordinarias, caracteriza al actual gobierno y al partido en el poder, en la lógica de una trama que no admite posturas en contrario, pues en el caso de existir y de expresarse, éstas son objeto del más abierto ataque y repudio.

En cuanto al intento de reforma Constitucional en materia energética, el gobierno sufrió el rechazo de su propuesta dentro del Congreso, pero pudo sortear el juicio de constitucionalidad que se promovió ante la propia Corte cuando realizó reformas a la legislación secundaria en la materia.

Por lo que respecta a la fracasada propuesta de instrumentar una reforma electoral de carácter constitucional buscó ser reencaminada a través del llamado Plan B, que consistió en pretender la realización de adecuaciones a diferentes leyes, respecto de las cuales ya hubo un pronunciamiento de la Suprema Corte en el sentido de declarar inconstitucionales a la primera parte de ellas, al tiempo que es de esperarse que el segundo grupo de leyes aprobadas de forma precipitada, inusual y con abundantes faltas al debido proceso legislativo, tenga el mismo destino.

Lo referente a la intención de incorporar a la Guardia Nacional al control y estructura del Ejército también fue rechazada por el Congreso. Ante tales hechos, el gobierno arremete contra los opositores y contra la Suprema Corte, como antes lo hizo respecto del INE, frente al activismo de este órgano para difundir argumentos y planteamientos para repudiar la propuesta de reforma electoral que postuló la administración.

Ahora es el turno de encaminar a la Suprema Corte de Justicia descalificaciones, denostaciones, amagos, restricciones presupuestales y toda una serie de medidas que el gobierno endereza, por costumbre, en contra de quienes no se pliegan a su voluntad. Entonces se trata de denunciar los fideicomisos que maneja la institución en una trama de excesos que se corresponden con los sueldos y prestaciones de sus ministros y demás empleados.

Cuando esa misma Corte fue presidida por quien mostraba una actitud anuente con el gobierno, éste correspondía con magnanimidad y sólo hacía críticas aisladas respecto del fallo de algún juez cuya determinación lo contrariaba; entonces se asumió con beneplácito una reforma al poder judicial cuyas definiciones se consideraron pertinentes y exitosas; ahora, con una nueva figura al frente de la Corte, no parece quedar ninguna obsecuencia de aquello.

La idea del gobierno y de su partido es ajustarle cuentas a la Corte, hacerle pagar caro su desempeño como poder autónomo e independiente, por su carácter de ser una instancia que no se ajusta a los argumentos y prioridades de la administración y que antepone su condición de ser garante de la Constitución, de la constitucionalidad y de la legalidad que de ella emana.

Dentro de la escalada de costos que se pretende infringir a la Corte por su terca defensa del carácter y función que tiene a su cargo, se blande la peregrina idea de modificar la forma de elegir a sus ministros. Si se le acusa de no integrarse a la mística, al programa del gobierno y a su proyecto político; la propuesta es que, por tanto, entre de lleno en tal politización que quienes integren la Suprema Corte sean electos popularmente, lo que significa que hagan campaña y que muy probablemente se acabaran vinculando a la estructura de intermediación de los partidos políticos.

Sí, disponer de un mandato popular para cumplir con la Constitución, lo que, en su caso, la asemeja a la forma de elección de los integrantes del poder legislativo, a pesar de las obvias diferencias que tiene el poder judicial respecto de aquel; el dominio de los electores sobre los juzgadores puede convertirlos, más bien, en justicieros, en brazos ejecutores de consignas políticas y de la construcción de mandatos obligatorios o de red de compromisos con sus operadores electivos.

Cierto, en la Constitución de 1857 los integrantes de la Suprema Corte fueron electos, pero el sistema electoral de entonces era uno de carácter indirecto y la intromisión de partidos políticos en tales procesos resultaba prácticamente inocua debido a la debilidad, disgregación y casi nula penetración de éstos, con una presencia de corrientes del pensamiento que eran personificadas por la existencia de clubes.

Parece innecesario ocuparse de una propuesta tan baladí como la de elegir por el voto popular a los integrantes de la Suprema Corte, pero no resulta tan insulso advertir la forma como el gobierno y su partido busca degradar a la Constitución para convertirla y disciplinarla a un programa de gobierno, al tiempo de intentar hacer lo propio con la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

El punto culminante de la estrategia gubernamental para derrotar al cuerpo de instituciones y de leyes que organizan la vida del país, es vulnerar a la Constitución misma, así como al primer garante de la constitucionalidad. Todo indica que se trata de eso. La estrategia es desquiciar la constitucionalidad porque de lograrlo en su lugar quedaría el gobierno, su partido y su programa. Por lo pronto, es de festinarse la resolución de la Corte al invalidar el decreto que reservaba la información de las llamadas “Mega obras” del gobierno, porque evita el ocultamiento de datos, al tiempo que propicia la transparencia y la rendición de cuentas.

Con ello se evita reeditar la nociva política de reservar información, tal y como se hizo con la obra de los segundos pisos del periférico de la Ciudad de México, cuando al frente de la administración capitalina se encontraba quien ahora preside el gobierno de la república. La opacidad de antaño ha buscado convertirse en política pública de la actual administración.

¿Existe algún castigo para quien pretende desquiciar la constitucionalidad? No puedo dejar de pensar en un discurso de Demóstenes al respecto, cuando en un debate aludió la historia de los Locrianos y su dura resistencia a cambiar leyes merced a su costumbre de que quien propusiera modificar una ley debía presentarse con un lazo rodeando su cuello, de modo que, si la propuesta resultaba rechazada, era ahorcado. Desde luego no se trata de pretender una medida tan extrema y arbitraria, pero sí de pensar que es necesario evitar convertir en moda frívola y demagógica la posibilidad de hacer reformas constitucionales.