La reunión de Palacio Nacional no fue palaciega o de mero convivio; fue una para urgir y arengar para que los leales al gobierno en la arena del Congreso no menguaran los arrestos para ponerse los yelmos, a la manera de los preparativos para una guerra.

Los legisladores infundidos del ánimo que les imprimió la arenga de la lealtad a determinaciones que no deben ser cuestionadas, ni debatidas; disciplinados a la manera del ejército y del aforismo de que las instrucciones no se discuten…, se cumplen; entonces, cual cuerpo castrense, se encaminaron a cumplir la consigna de aprobar el paquete legislativo que estaba a su consideración. Cierto, no fue la primera vez que se empleó un recurso de tal naturaleza, pues en el pasado existieron momentos semejantes bajo otra conducción y otros acompañantes; pero cuando fue así no hay duda del error de haberlo realizado de esta manera.

Se supuso que muchos de los cambios impulsados fueron para superar tales prácticas y que el propio arribo del nuevo gobierno eso implicaba; sin embargo, éste personificó una alternancia nostálgica de lo peor del pasado, lo reedita en los nuevos tiempos, cuando la actualidad postula un abandono de hábitos que respondieron -y se mal explican- sobre las bases de vetustas premisas y que ahora resultan más inadmisibles que entonces.

La premura de aprobar el llamado paquete legislativo respondió a aprovechar la ventaja efímera – próxima a fenecer- del partido en el gobierno en el sentido de encabezar la mesa directiva en una de las Cámaras del Congreso. En efecto, a partir del próximo período de sesiones tal circunstancia habrá de variar, lo que afectará de forma sensible las posibilidades favorables que se tuvieron para el gobierno, hasta la terminación de este período.

El llamado que se hizo desde Palacio para integrar a sus aliados en un solo haz de voluntades tuvo, no obstante, un resultado parcial, pues hubo senadores que se abstuvieron o que votaron en contra, pese al llamado presidencial de respaldar las propuestas inscritas en la agenda de cierre del período. Se quisieron evitar las fisuras, pero, a pesar de todo éstas fueron exhibidas como ocurrió en la votación para extinguir a la financiera Rural, donde se registraron 5 abstenciones y cuatro votos por la negativa; otro tanto ocurrió respecto de la desaparición del Conacyt, en el marco de una contabilidad de votos que está inscrita en la controversia por las inconsistencias que se manifiestan en las declaratorias respectivas, respecto de lo consignado en la versión estenográfica y en los videos correspondientes.

Los hechos senatoriales dieron continuidad a la premura y omisiones ocurridas en la Cámara de Diputados para que las comisiones respectivas conocieran y dictaminaran los asuntos que serían sometidos al pleno, de modo que hubo necesidad de dispensar trámites. Una premura avasalladora fue la característica que tristemente destacó en este cierre de periodo legislativo, en el marco de una excitativa exigente en la voz presidencial para que se respondiera, sin dilación ni reservas, a sus imperativos.

Pareciera que la militarización prohijada por el gobierno en distintos campos del quehacer público alcanza también al Congreso; pero en este caso no con la participación de militares, sino con la imposición de la disciplina que a ellos corresponde, trasladada ahora a su grupo parlamentario y a sus aliados: no se discute, se acata lo mandatado; se renuncia a hacer valer y expresar una opinión propia, pues se asume sin recato la del cuerpo al que se pertenece.

Algo de eso ya había ocurrido cuando se instruyó desde el gobierno aprobar las reformas electorales del llamado Plan B, sin que quienes las votaron a favor en la Cámara de Diputados siquiera las conocieran o hubiesen tenido tiempo para leerlas. Disciplina pura, la razón de la fuerza por encima de la fuerza de la razón, abyección.

Se instaura un predominio que recela de quienes disienten, que debilita a las instancias autónomas, que desaparece instituciones con vida, proyección e implantación propias. Acomete un cierre de sexenio espeluznante que todo lo reduce a la vieja dialéctica amigo-enemigo, propia de los totalitarismos y en donde se asumen los dictámenes del gobierno o se es traidor. Se despliega un manto de disciplina inapelable, de adoctrinamiento dogmático, de una ética que pretende monopolizar la moralidad pública y que, por tanto, condena a la disidencia, la criminaliza, la persigue, la violenta, la descalifica, la reduce, sin detenerse en la discusión, en la deliberación en la revisión de los argumentos.

La razón de la fuerza en vez de la fuerza de la razón; así se proclama. Pero del otro lado de la moneda está el México plural que invierte esa ecuación: la fuerza de la razón, en vez de la razón de la fuerza.