Tras las inundaciones que devastaron buena parte del norte de Veracruz, han comenzado a brotar —como hongos después del diluvio— los intentos más ruines y miserables de manipular el dolor ajeno. No hablo de rumores espontáneos ni de malentendidos pasajeros. Hablo de una campaña deliberada de desinformación, orquestada por actores que, incapaces de construir, han optado por destruir.

Desde hace días circulan mensajes en redes sociales que buscan sembrar el miedo, la rabia y la desesperanza. Se afirma, con total descaro, que los militares “confiscan” los víveres para después entregarlos a nombre de un partido político. Se sugiere que la gente no done, que no ayude, que desconfíe. Es una estrategia calculada: impedir la solidaridad para aumentar el caos, bloquear la empatía para que el enojo crezca, deslegitimar toda acción institucional y dejar a la población atrapada entre la tragedia y la sospecha.

Lo más perverso es que detrás de esos mensajes no hay ciudadanos confundidos, sino hordas digitales afines a conocidos actores de la política local. Personajes que hace unas semanas decían querer “rescatar” Poza Rica y hoy parecen dispuestos a incendiarla si consideran que eso sirve a sus objetivos. No diré nombres, porque no los merecen. Pero todo mundo sabe de qué color pintan sus ambiciones. Y no, no es rojo, ni guinda, ni azul. Es naranja… el color de la bilis. Y de la pus.

Sus publicaciones en redes no son manifestaciones de solidaridad ni empatía; son piezas de una maquinaria calculada para intoxicar el ambiente. Cada rumor, cada comentario falso, es una gota de bilis destilada por quienes no soportan ver que la gente aún confía en algo más que en su veneno.

Y lo que supura de esas campañas no es información, ni siquiera crítica. Porque cuando alguien pide que no se ayude, que no se done, que se desconfíe del otro, no está actuando por compasión: está intentando que la herida siga abierta, para seguir lamiendo el pus del resentimiento.

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Más allá de brindar “ayuda” chapoteando un rato en las calles inundadas, estos falsos redentores han estado sobre todo jugando con fuego, apostando a que el descontento se convierta en odio. Pero el odio es un arma que siempre termina volviéndose contra quien la empuña. En su afán por “golpear al gobierno”, lo que realmente están golpeando es la cohesión social, la confianza entre vecinos, el ánimo de la gente que sí está ayudando, la esperanza de reconstruirse.

Las tragedias naturales revelan lo mejor y lo peor del ser humano. De un lado, miles de personas que donan, ayudan, rescatan, sin esperar nada. Del otro, una minoría de miserables que pretenden sacar rédito político de la desgracia. Son los aprendices del odio, los que creen que pueden manipular la indignación y ponerle dirección partidista al sufrimiento colectivo.

Lo ignoran, o quizá lo saben demasiado bien, pero el resultado será el mismo: quienes juegan al aprendiz de brujo con el enojo social terminan desatando fuerzas que no podrán controlar. Y esas fuerzas —como la corriente del río Cazones cuando se desborda— arrasan con todo, incluso con quienes creyeron poder manejarlas.