En México, la economía, la seguridad social, la infraestructura, los servicios básicos, la energía y la política se sostienen apenas con alfileres; todo por la imposición de un neoliberalismo radical y dogmático, disfrazado de populismo cuatrotero.
La noción de Estado sobra
En el neoliberalismo las funciones básicas —desde el nivel municipal, como alumbrado, seguridad, transporte público, bacheo y drenaje— hasta las responsabilidades federales —salud, educación, carreteras, sistemas de agua, telecomunicaciones y energía— dejan de ser obligaciones del gobierno; pasa lo mismo en el esquema populista adoptado por la 4T y profundizado en su llamado “segundo piso”.
En lugar de garantizar servicios universales, optaron por sustituirlos con dádivas o en lenguaje económico, transferencias con las que el Estado pasó su responsabilidad a los ciudadanos.
Este fenómeno no es exclusivo de México. Pasa en Argentina con Javier Milei; en el populismo unos se presentan como izquierda y otros como derecha, pero en el fondo carecen de ideología y principios. No son ni Estado benefactor ni neoliberalismo estructurado, sino populistas a ultranza.
Aquí vale la pena analizar lo que significó el “Estado benefactor” surgido tras la Segunda Guerra Mundial. Su esencia era clara: garantizar derechos sociales y proteger a la población de las desigualdades del mercado, sobre todo después de la crisis de 1929. La salud pública universal, educación gratuita, seguridad social y pensiones, eran los pilares básicos, financiados y organizados por el Estado que buscaba intervenir en la economía para redistribuir riqueza y asegurar el bienestar colectivo.
Ese modelo fue aplicado en Estados Unidos con Franklin D. Roosevelt, en los países nórdicos y en varias socialdemocracias europeas. En México, Lázaro Cárdenas se acercó a esa visión con la creación de instituciones que marcaron el rumbo del país: el Instituto Politécnico Nacional, la Comisión Federal de Electricidad, el Instituto Nacional de Antropología e Historia, el Consejo Nacional de Turismo y el fortalecimiento de los servicios de salud pública que, incluso, llegaron a ser referencia internacional. También consolidó a Pemex, aunque después se volvió botín de políticos sin escrúpulos, y sembró las bases del sistema de seguridad social que culminó en el IMSS durante la presidencia de Ávila Camacho.
Esas instituciones, que dieron cohesión y modernidad al país, hoy se encuentran debilitadas por el populismo de AMLO y Sheinbaum. El contraste es evidente: mientras Cárdenas construía y fortalecía instituciones el actual régimen destruye.
El giro hacia el neoliberalismo
El modelo se consolidó en los ochenta con Reagan en Estados Unidos, Thatcher en Reino Unido y, en América Latina, con las reformas dictadas por el FMI y el Banco Mundial, como medida para frenar el populismo autoritario de las dictaduras militares que se dieron en Chile, Argentina, Brasil.
La premisa era clara: el mercado es más eficiente que el Estado y la intervención gubernamental debía reducirse al mínimo. Sin embargo, incluso en ese marco, muchos gobiernos no renunciaron a ciertas funciones esenciales.
El Estado benefactor y el neoliberalismo clásico compartían un común denominador: la preservación de la democracia como marco de referencia. Aunque con distintos grados de eficacia, ambos modelos podían convivir con procesos democráticos sólidos. México parecía caminar en esa dirección.
La irrupción del populismo
Fue un cambio radical, bajo el esquema populista, el Estado prácticamente desaparece, pero el gobierno se mantiene como aparato benefactor que reparte dinero sin generar servicios. Así crea una base electoral cautiva que depende de transferencias, mientras abandonan hospitales, escuelas, carreteras, guarderías y sistemas de transporte.
La pregunta ni siquiera se plantea en serio:
¿Prefiere la gente recibir dinero en efectivo o contar con servicios públicos de calidad?
La respuesta está sesgada porque el régimen eliminó de raíz la segunda opción.
En este contexto, los ciudadanos terminan pagando de su bolsillo lo que debería garantizar el Estado: seguridad, transporte e infraestructura, con carencia, mala calidad, insuficiencia y en ocasiones sin nada.
El populismo cuatrotero
Fue más allá: al proponer reformas constitucionales que eliminan la obligatoriedad estatal de proveer servicios básicos, cancela cualquier posibilidad de que el mercado participe como alternativa. La consecuencia es un vacío total: ni Estado ni mercado garantizan lo esencial.
Las transferencias en efectivo, aunque útiles para complementar el gasto familiar, no construyen hospitales, escuelas ni carreteras. Son un paliativo, no una política de Estado. El resultado es un populismo extremo y salvaje, impulsado por un gobierno que se autodenomina de izquierda pero que en realidad erosiona la democracia, aumenta la desigualdad y precariza los servicios públicos.
El populismo es global
Y no se trata de un fenómeno aislado. En Argentina, Javier Milei sigue la misma lógica que López Obrador: eliminar instituciones y evadir responsabilidades bajo el discurso de la austeridad. Uno se asume de extrema derecha, el otro de izquierda, pero ambos terminan en lo mismo: desmantelar al Estado y dejar a la población sin protección.
En México, el panorama es desolador. La democracia se ha debilitado, los contrapesos institucionales prácticamente han desaparecido y la sociedad enfrenta una creciente desigualdad social. La narrativa oficial promete bienestar, pero entrega dinero insuficiente y mal distribuido, mientras los servicios públicos colapsan.
La advertencia es clara: cuando un Estado abandona su obligación de garantizar derechos básicos y sustituye esa responsabilidad por transferencias clientelares, lo que sigue es inevitable: crisis económica, desigualdad extrema, pobreza estructural y, más temprano que tarde, un estallido social.
Como diría el propio AMLO, “lo mejor es lo peor que se va a poner”.
X: @diaz_manuel