“Mi padre no es terrorista. Si a un coche bomba en Michoacán no lo consideran así, ¿cómo van a acusar de terrorista a un periodista que solo hace su trabajo?”

Gardiel León Oropeza

“Mientras los criminales se adueñan de vidas y territorios, el gobierno decide llamar terrorista a un periodista.”

Ceci Flores

En México, para el gobierno, el terrorismo dejó de ser un delito para convertirse en una etiqueta política. Ya no describe hechos: describe molestias. No persigue violencia, persigue voces. No apunta a quien siembra miedo con armas, sino a quien incomoda al poder con información.

Esta semana, en Veracruz, un periodista fue detenido y acusado de terrorismo. Sí: terrorismo. En el mismo país donde un coche bomba puede estallar sin que la autoridad se atreva a usar esa palabra, se decide aplicarla con todo su peso contra quien transmite un hecho y documenta abusos de la autoridad. El mensaje es transparente: el problema no es lo que ocurre, sino quién lo cuenta.

La escena es grotesca si se mira completa. A un periodista se le trata como terrorista; a terroristas reales, muchas veces, se les absuelve. Ahí está el caso del Mochaorejas, liberado por una jueza “de las viejas”, de esas que ya no están y no son de la 4T. La misma juzgadora que dejó libres a ocho militares implicados en el caso Ayotzinapa y que estuvo a punto de liberar también a Caro Quintero, hasta que Claudia Sheinbaum se adelantó y lo mandó a Estados Unidos antes de que la puerta giratoria rotara otra vez.

Pero ahora, con la 4T, la justicia sin duda se ha vuelto implacable con quien escribe; eso sí, sorprendentemente indulgente con quien secuestra, mata o pacta.

Nada de esto es un error aislado. Es un diseño de este gobierno.

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La censura contra el gremio va más allá de prohibirle… tocar temas locales o nacionales. La persecución contra periodistas opera hoy también por vía judicial: denuncias, carpetas, vinculaciones a proceso, figuras penales infladas y el uso estratégico —y abusivo— de la llamada “violencia política contra las mujeres en razón de género”, convertida en herramienta para borrar publicaciones incómodas cuando la crítica apunta a mujeres en el poder. Nada se hace para proteger derechos, sino para blindar cargos.

Esta misma semana, otra persona fue detenida por publicaciones en facebook bajo el delito de “ataques al honor por medios cibernéticos”. En 2025, en México, se puede ir a prisión por criticar a un funcionario. No es metáfora: es procedimiento.

ARTÍCULO 19 documentó que entre el 1 de enero y el 31 de julio del año 2025 se registraron en el país 51 casos de acoso judicial contra periodistas y medios: 39 periodistas y 12 medios. Un nuevo proceso cada cuatro días. Nunca antes tantos, nunca tan rápido. En solo siete meses se superó cualquier registro previo desde que dicha organización independiente lleva la cuenta. Ese no es un exceso coyuntural: es un ejercicio deliberado de política pública que, espero, si la presidenta no lo conocía, tome nota ahora.

Los casos se repiten y tienen sello de origen. Funcionarios federales de medio pelo que buscan silenciar voces críticas. Gobernadores de la 4T que juegan a ser pequeños autócratas regionales y que persiguen periodistas, activistas y opositores. En Puebla, Rodolfo Ruiz, director de E-Consulta, ha sido hostigado desde los tiempos de Moreno Valle, luego por Barbosa y ahora nuevamente vinculado a proceso por un delito inexistente. En Michoacán, el gobierno de Bedolla mantuvo preso dos meses a Raúl Meza y hoy busca condenarlo a 22 años por protestar tras la muerte de Carlos Manzo. En Veracruz, Rafael León Segovia fue detenido y acusado de terrorismo, encubrimiento y delitos contra las instituciones de seguridad pública por transmitir un choque y documentar abusos.

El patrón es siempre el mismo: imputaciones desproporcionadas para garantizar prisión preventiva. Castigo anticipado. Escarmiento ejemplar. Que los demás entiendan el mensaje.

Todo ocurre mientras la presidenta asegura que en México “ya no se censura a nadie”. Y mientras Layda Sansores ordena que ciertos medios le envíen sus notas antes de publicarlas, instaurando sin pudor la censura previa. El gobierno decide qué se publica y qué no. Punto.

Al mismo tiempo, desde el poder se señala a empresarios como Ricardo Salinas sin resolver —no aclarar del todo— procesos fiscales, mientras integrantes de la 4T señalados por huachicol, fortunas inexplicables o vínculos criminales no enfrentan ni una carpeta. La ley no es ciega: es selectiva. Castiga al incómodo y protege al funcional.

Esto no es una suma de abusos. Es una estructura. El uso del derecho penal como garrote político. La conversión del sistema judicial en aparato disciplinario. La criminalización del periodismo como política de Estado.

En este nuevo diccionario oficial, informar equivale a desestabilizar; preguntar, a conspirar; documentar, a aterrorizar. Que estalle un coche bomba no merece la palabra “terrorismo”, pero que un periodista exhiba abusos sí. Esa es la lógica. Esa es la jerarquía moral del régimen.

No es un desliz. No es contradicción. Es método.

Giro de la perinola

En la 4T, los padres de niños con cáncer son golpistas; las madres buscadoras, mentirosas; los desaparecidos, “ausencias voluntarias”; los jueces, médicos y enfermeras, neoliberales; los periodistas, terroristas, y los ciudadanos críticos, adversarios.

Todo al revés. Todo invertido.

Y siempre —casualmente— contra quien se atreve a hablar mal de los gobiernos de la transformación.