Estas semanas, que son de reflexión, les presentaré a mis lectores precisamente eso: análisis político de cierre de año que, no obstante, abarcan el año, el sexenio, el régimen en su totalidad.
“Dejas a ese tiburón
Con su plan maestro
Hay que seguir
Eso que lo que siempre en casa a mí me decían
Hay que vivir
Pa’ cuidarle la raíz
A la tierra mía
Hay que seguir
Eso es lo que siempre en casa
A mí me decían
Para escribir
El final que se merece
La tierra mía”
KANY GARCÍA
La 4T insiste, con una devoción casi litúrgica, en que quienes la critican lo hacen porque “perdieron privilegios”. Que los medios y los comentaristas de derecha están enojados porque ya no hay publicidad oficial. Que los opinadores rabian porque ya no reciben filtraciones VIP. Que los empresarios “del viejo régimen” lloran porque el gobierno ya no se arrodilla ante ellos.
Qué narrativa más cómoda para no escuchar nada. Qué autoengaño tan eficaz para convertir cualquier crítica en berrinche. Y qué conveniente cortina de humo mientras, a espaldas de su propio discurso, la élite económica de siempre —la de siempre— vuelve a sentarse en la cabecera de la mesa presidencial.
La reunión de Sheinbaum con un grupo selecto de magnates para formar el nuevo Consejo para la Promoción de Inversiones es una postal precisa de cómo opera el poder real en México. Carlos Slim Helú, su heredero Carlos Slim Domit, Bernardo Gómez, Carlos Hank, Altagracia Gómez Sierra… nombres que podrían imprimirse en cualquier revisión de “los dueños de México” de los últimos cuarenta años. Nombres que sobrevivieron a De la Madrid, a Salinas, a Zedillo, a Fox, a Calderón, a Peña. Nombres cuya relación con el poder no se rompe ni se democratiza: se administra.
El gobierno podrá repetir mil veces que “ya no hay privilegios”. Pero cuando el presidente —o la presidenta— convoca a los mismos apellidos que han sido interlocutores privilegiados desde los ochenta, lo que está destruyendo no es la desigualdad, sino la fantasía de que ahora sí habría un reparto distinto. Lo que la 4T aniquiló no fueron los privilegios, sino la posibilidad de creer que había cambiado de verdad la relación entre Estado y capital.
Porque seamos claros: los privilegios no murieron; cambiaron de propietario político.
Esto no empezó con Sheinbaum, ni es exclusivo del obradorismo. El maridaje entre poder político y poder económico es una institución mexicana tan estable como la Virgen de Guadalupe. Cuando Carlos Salinas privatizó Telmex, Slim entró a la mesa grande. Cuando Zedillo rescató a los bancos, los nuevos barones financieros se acomodaron junto al poder. Fox prometió sacar “a las víboras prietas y tepocatas”, pero terminó comiendo con las mismas familias empresariales que juró desplazar. Calderón, indignado por el “poder fáctico” de las televisoras, terminó firmando con ellas el Pacto por México. Peña Nieto no disimuló: Televisa, Grupo Higa, Baillères, todos con asiento asegurado.
La diferencia es que ninguno de ellos simuló que los privilegiados eran los críticos. Ninguno tuvo la audacia discursiva de señalar a periodistas y académicos como “la mafia del poder”, mientras los grandes contratistas resonaban en el salón de al lado. Ninguno se puso el disfraz de redentor para luego invitar, discretamente, a los de siempre a cenar.
La 4T sí. Esa es su obra maestra: acusar a quienes exhiben abusos de ser “privilegiados enojados”, mientras los auténticos privilegiados —los que deciden inversiones, influencias, licitaciones— caminan por la alfombra roja para sentarse a tres sillas de la Presidencia.
Y ahí está la nueva joya: el Consejo para la Promoción de Inversiones. Presentado como órgano modernizador, pero funcionando como la reencarnación, bien maquillada, del viejo pacto empresarial-sexenal. Un órgano que desplaza al Consejo Coordinador Empresarial, no porque el CCE sea clasista, sino porque es demasiado independiente para los gustos de Palacio. Demasiado plural. Demasiado acostumbrado a no obedecer línea. Demasiado poco utilizable.
La apuesta de Sheinbaum es clarísima: un consejo sin intermediarios, sin cámaras, sin voces divergentes. Un grupo compacto, disciplinado, con línea directa y trato preferencial. El tipo de estructura que el viejo PRI habría aplaudido porque elimina ruido. El tipo de estructura que Morena juró combatir. Y el esquema donde los favores circulan con fluidez y sin testigos.
Pero aquí viene lo más irónico: mientras la 4T instala su propio club de privilegiados al centro del poder y sus corifeos repiten que los críticos están “ardidos” por perder prebendas. Como si el reportero que ya no recibe publicidad fuera más privilegiado que Slim. Como si la columnista independiente desplazada del presupuesto público fuera comparable al hombre que puede frenar un proyecto de mil millones con una llamada. Como si el académico sin beca representara más amenaza que las corporaciones que, gobierne quien gobierne, tienen garantizado su asiento en Palacio.
México no cambió de régimen económico: cambió de mensajero. Cambió la narrativa, no la estructura. Cambió de enemigos, no de aliados. Los que quedaron fuera son los funcionarios técnicos sustituidos por militantes; los expertos desplazados por lealtades; los periodistas críticos castigados por presupuesto; los científicos, analistas y profesionales expulsados de la conversación pública porque no cargan credencial morenista.
Los que quedaron dentro —muy dentro— son los mismos que estaban dentro desde Salinas. Los que nunca pierden. Los que saben —pero sobre todo tienen el dinero suficiente— para esperar. Los que no se enojan: se adaptan.
Por eso, cuando vuelvan a decir que las críticas vienen de los que “extrañan sus privilegios”, basta con imaginar la escena de Palacio: una mesa larga, sillas asignadas por jerarquía, café servido en porcelana fina, y los convidados habituales acomodándose en la foto, mientras el discurso oficial se ocupa de demonizar a maestros, a jóvenes, a investigadores, a periodistas, a médicos, a los contribuyentes.
Porque al final, en México el poder siempre juega el mismo juego: ellos se reparten la mesa, los contratos, la foto y el futuro. Y a ti, crítico, ciudadano sin apellido ilustre, sin silla en Palacio y sin línea directa, solo te dejan mirar desde afuera mientras te dicen —encima— que eres tú el privilegiado.
El giro de la Perinola
“Todos ganan… menos tú”.



