“No somos capaces de reconocer que ha sido el ser humano el que ha inventado algo tan ajeno a la naturaleza como es la crueldad. Ningún animal es cruel, ningún animal tortura a otro animal. Tienen que seguir las leyes que impone la voluntad de sobrevivir, pero torturar y humillar a sus semejantes son invenciones de la razón humana.”

JOSÉ SARAMAGO

Si celebra usted, está mal. Si celebra mi gente, está bien. Lo vimos sin rubor: Norma Otilia Hernández Martínez, entonces alcaldesa de Chilpancingo por Morena, transformó su segundo informe en verbena popular justo cuando el huracán Otis había dejado a Acapulco hecho escombros. Fuegos artificiales, música y rostros sonrientes mientras a 100 kilómetros la gente perdía casas y vidas. La imagen indignó —con razón— en redes y medios; sin embargo, la condena pública por parte del régimen local y federal fue tímida, casi doméstica.

Lo mismo ocurrió en días recientes con los informes y festejos de algunos legisladores cuando las tormentas y sus lluvias torrenciales azotaron otros estados: unas cuantas voces pidieron prudencia; la mayoría continuó como si la desgracia fuera un dato menor. Pocos pospusieron —o anularon— actos. Pocos, en fin, se vieron obligados a practicar la elemental decencia de guardar respeto en tiempos de emergencia.

Ahora, llegamos al doble rasero: cuando Acción Nacional intenta un relanzamiento público, Palacio Nacional y la mañanera se ensañan. La presidenta lo comenta, lo critica; y la crítica se transforma en un numerito de grilla. ¿Es necesario? No. ¿Es legítimo? Claro. Pero lo que no puede pasarse por alto es la hipocresía de la condena selectiva: hay celebraciones que merecen benigna tolerancia y otras que provocan crucifijos mediáticos según a quién sirvan.

Tal vez lo sorprendente no es el comentario de la mandataria, sino la falta de estrategia de sus propios asesores: llevan meses dejando que ella parezca dirigente partidista antes que jefa del Estado. Si la presidenta quiere conservar la autoridad moral —no la partidaria— tendría que actuar con la mesura que exige su investidura. Dividir desde la tribuna presidencial no ayuda a la gobernabilidad; ayuda, eso sí, a la polarización. Y de polarización, México ya lleva legado de sobra.

El episodio del relanzamiento panista fue, además, un espectáculo a medio gas: promesas de cambio de imagen, distanciamientos retóricos del PRI y la teatralidad que caracteriza a las reconstrucciones partidistas. Y si hablamos de teatralidad, el destino se encargó de poner el remate: Maximiliano Cortázar terminó empapado al caer en una fosa de agua que formaba parte de la escenografía —metáfora literal de un partido que intenta salir a flote y tropieza en la misma escenografía–. El video circuló y la ironía no necesitó comentaristas.

Las columnas más leídas de hoy

Hay dos maneras de tratar a quien está en la lona: rematarlo con la soberbia del verdugo o mostrar, al menos, la piedad elemental de quien no disfruta dar la última patada. La primera opción es efectiva a corto plazo: enardece a la tropa. La segunda, más estratégica, proyecta grandeza, suma legitimidades y, sobre todo, evita que el desgaste del espectáculo nos acabe pasando factura a todos.

¿Necesita el PAN que la presidenta lo humille en la mañanera? No. ¿Le sirve a la jefa del Ejecutivo convertir en espectáculo la caída ajena? Tampoco, a mediano plazo. La naturaleza humana —y la política en particular— detestan la costumbre de arrasar con el vencido. La “pena” pública se convierte, con el tiempo, en empatía hacia el agredido y en hastío hacia el agresor.

Si el objetivo es la estabilidad democrática, la decencia institucional debería imponerse. Si el objetivo es la grilla corta y la provocación, entonces adelante: sigamos dando patadas a quien ya está caído. Pero no nos sorprendamos cuando la sociedad, harta de berreadas y doble moral, termine aplicando el mismo trato a quienes hoy celebran esa sensación de superioridad. Al final, quien celebra la propia victoria en la desgracia ajena corre el riesgo de quedarse celebrando solo.