El reciente fallo del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación ha generado preocupación en diversos sectores del ámbito jurídico y académico. Tres magistrados decidieron revertir la determinación del Instituto Nacional Electoral (INE) y permitir que personas con promedios académicos por debajo de lo exigido constitucionalmente accedan a cargos como jueces y magistrados. Esta resolución, más que un criterio técnico, parece responder a una lógica política que pone en segundo plano el mérito y la preparación profesional en primera instancia, pero a la Constitución y lo establecido en reforma judicial en la basura.

El artículo 105 constitucional establece de manera clara que para ocupar ciertos cargos jurisdiccionales se debe contar con un perfil idóneo, que incluye, entre otros aspectos, un promedio mínimo de calificaciones durante la formación universitaria. No es una condición arbitraria ni reciente: forma parte de un marco jurídico diseñado para asegurar que quienes ocupan funciones judiciales estén suficientemente preparados para enfrentar la complejidad de las decisiones que deben tomar.

Avalar nombramientos con promedios tan bajos como 7.2 implica un relajamiento de los estándares establecidos y compromete la credibilidad de las instituciones encargadas de impartir justicia. No se trata de una cifra sin relevancia, sino de un parámetro objetivo que permite garantizar un piso mínimo de conocimiento, precisamente en una de las profesiones donde más importa la preparación y el criterio. Antes de la reforma, aprobar exámenes era necesario para acceder a cargos en el poder judicial y la aprobación era equivalente al desempeño de un promedio de 9. Hoy es irrelevante.

El mensaje es delicado: en lugar de premiar lo que se aprobó junto con el esfuerzo, la constancia y la formación rigurosa, se da luz verde a una lógica en la que basta con ser funcional al poder. Esto no solo es desalentador para quienes, enfrentando contextos difíciles, han luchado por sobresalir y cumplir con estándares de excelencia; también representa un retroceso para la consolidación del Estado de derecho. Basta estar en el acordeón oficial.

La toga judicial representa, simbólicamente, el conocimiento, la imparcialidad y el compromiso con la Constitución. Cuando estos principios se sustituyen por lealtades políticas, la toga deja de ser un emblema de justicia para convertirse en un disfraz que simula legalidad.

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No es esta una crítica contra quienes provienen de contextos desfavorecidos —al contrario, el mérito debe ser la herramienta que les permita avanzar en igualdad de condiciones—, sino una advertencia sobre los riesgos de debilitar los criterios objetivos en beneficio de decisiones coyunturales. El respeto al texto constitucional no es opcional, ni puede ser interpretado según conveniencias políticas.

Estamos frente a una señal que no debe ser ignorada. La justicia no puede permitirse ser percibida como complaciente, ni mucho menos como instrumento del poder. Aún estamos a tiempo de rectificar y de defender el valor del mérito, la imparcialidad y la formación como principios esenciales para fortalecer nuestras instituciones.

La reforma, entonces, no es para que mejores personas resuelvan. Simplemente es para ocupar espacios.