La Iglesia católica se enfrente a un momento relevante: elegir al nuevo papa, es decir, al líder espiritual de más de mil quinientos millones de personas adherentes al catolicismo y jefe de Estado del Vaticano. El contexto no podría ser peor: Un genocidio en Palestina (tierra del fundador del cristianismo), una guerra entre Ucrania y Rusia y una guerra arancelaria entre Estados Unidos de América y el resto del mundo conocido. Sin contemplar otros elementos culturales como el postcristianismo en Europa, el fortalecimiento de los movimientos feministas (a nivel estructural y operativo) y los profundos cuestionamientos al sistema económico capitalista que solamente genera mayores brechas de desigualdad.

La estructura jerárquica del catolicismo es la de una teocracia en donde un selecto grupo de hombres, solteros y célibes, entre los 45 y los 80 años, elige al obispo de Roma, más conocido por como el papa o el sumo pontífice. Su nombramiento no solamente viene acompañado de una gran responsabilidad religiosa, es también guardián de todos los bienes materiales de la Iglesia (sí, de todos) y es bajo su criterio que se analizan y legislan las directrices morales y espirituales fundamentales.

Con la proximidad del cónclave, la polémica y curiosidad se hacen presentes, se lanzan intrigas y cualquier gesto cardenalicio (ya sea un silencio, una palabra o un saludo) se interpreta profusamente, derivando en un exceso de información sobre un procedimiento sencillo, aunque de alto impacto. La principal pregunta es por el nuevo sucesor de san Pedro (primer papa de la historia: judío, casado y dedicado a la pesca). La pregunta no es cualquier cosa, se piensa en tres caminos que a continuación analizo:

  1. La Iglesia conservadora o Dios es disciplina amorosa. El gran anhelo de muchas personas después de la gran reforma a la Iglesia (Concilio Vaticano II) es volver al origen de la Iglesia como una entidad vigente desde la tradición, rigurosa en sus normas y apegada al discurso clerical en donde el contexto no interviene, la historia y la política no son del interés de la comunidad, la cual debe estar en constante oración porque “padece” una persecución ideológica. Desde la “dictadura del relativismo” pasando por la “batalla cultural” y llegando a la denominada “ideología de género” esta ala del catolicismo se constituye desde la nostalgia de una tradición postmedieval y aunque promueve el amor, también tiene una agenda cargada de discursos de odio contra migrantes, mujeres y su empoderamiento, divorcio, despenalización del aborto, Islam, comunistas, comunidad de la diversidad sexual, pueblo obrero y pueblo campesino, ciencia médica, etc. Desde su óptica la norma religiosa está por encima de la caridad, ya que al seguir las orientaciones religiosas (que han sido emitidas por papas cercanos a esta corriente de pensamiento) se está ejerciendo la caridad. 
  2. La Iglesia moderada o Dios también puede tener varias posturas. Cuando se habla del futuro de la Iglesia se piensa que el papa Francisco necesita un heredero que pueda moderar su fuerza progresista y reconciliar la dinámica relacional con el bloque conservador. Si el espectro fuera de política tradicional, esta postura se situaría en el “centro”. Tal cosa como una mediación perfecta es imposible y solamente sirve para frenar los procesos de renovación. El centro no existe. Cuando el papa Francisco dijo: “Cómo quisiera una Iglesia pobre y para los pobres” no se refería  a una metáfora sino a un programa que marca el rumbo o el futuro de la Iglesia, un discurso moderado diría que todas las personas son pobres de una u otra forma, llevando al absurdo la atención prioritaria que es la misión ontológica de la Iglesia. 
  3. La Iglesia progresista o Dios también tiene sentido común. El término de progresismo dentro de la Iglesia debe usarse con cuidado y debe analizarse hermenéuticamente desde sus propias limitaciones e historia, ya que mientras el mundo se volcaba en una lucha social por derechos como el voto o jornadas laborales reducidas, la Iglesia mantiene estructuras con engranajes tan antiguos como paralizadores. De vez en cuando una autoridad jerárquica logra alinearse con los movimientos históricos de los pueblos y, aunque sea por instantes, caminar al ritmo de las necesidades reales. Dos casos emblemáticos: Juan XXIII (el papa bueno) y Francisco (el papa de los pobres). El primero propuso e impulsó la gran reforma contemporánea de la Iglesia (renovarse o morir): El Concilio Vaticano II (1962-1965), cuyos lineamientos no han sido implementados en su totalidad pero que en síntesis expresa la necesidad de la Iglesia por acercarse y no por ser un mero instrumento de misticismo y misterio. Cuestiona su rol en la sociedad, orientándolo a liberar más que oprimir. El papa Francisco intentó, desde lo sutil y desde lo legislativo, llevar a la Iglesia al pozo original, recordar el origen sencillo y poderoso al hablar desde la fragilidad y la paz, en lugar de violentar y recurrir a la inercia de la tradición.

En realidad son dos proyectos los que se contraponen, dos visiones del mundo, dos caminos para intentar dar una salida a la locura. El resultado está en manos de 134 personas. 134 cardenales que tendrán la responsabilidad de elegir a una persona y con él, un sistema de creencias que puede tener una voz para denunciar la falta de ética mundial o una voz que prefiere guardar silencio, en la plegaria silenciosa, mientras contempla la destrucción del tejido social.