“Porque miento más que hablo
Porque pienso sin pensarlo
Porque sueño y no lo hago
Porque lucho con callarlo
Porque digo porque callo
Porque bebo sin bailarlo
Porque salto y no me caigo
Y porque subo si quiero bajarlo”
FRANYANECO
“En este país morir es fácil; vivir con dignidad es lo difícil.”
ELENA PONIATOWSKA
Reapareció Andrés Manuel López Obrador en redes sociales para promocionar su nuevo libro. No es una novedad que vuelva, porque en realidad nunca se fue, pero sí es significativo el tono de su reaparición: paternalista, admonitorio, calculado. Él insiste —con un candor que ya ni sus más fervorosos seguidores podrían creerse de buena fe— que no busca opacar a Claudia Sheinbaum, ni actuar como “cacique, caudillo o jefe máximo”. Pero el video mismo —cada frase, cada ademán, cada guiño— apunta a lo contrario.
Dice que no pisa plazas públicas para no hacerle sombra a la presidenta, pero en el gesto de “no hacerle sombra”, se pone bajo el reflector.
El viejo truco del político que dice “no quiero atención” mientras convoca una conferencia de prensa para decirlo. En este caso, una conferencia de redes sociales: más cómoda, más controlada, más segura.
Y el problema no es que vuelva: es que nunca cumplió su promesa de retirarse. Que pretende, como siempre, que el país actúe como si creyera que esta vez habla en serio.
Porque si algo caracteriza a López Obrador es su obsesión por dominar la conversación pública. Lo logró durante seis años. Logró que se hablara más de él que del país, más de su narrativa que de los hechos, más de su “grandeza moral” que de la tragedia que deja detrás. Ahora reaparece para que dejemos de hablar de lo urgente —violencia, corrupción, abuso, colapso institucional— y volvamos a hablar de lo que más le importa: él mismo.
En esa reaparición repite otro viejo recurso: “hay que apoyar mucho a la presidenta porque todavía es temporada de zopilotes, hay buitres y hay halcones”. Si uno lo escucha sin contexto, pensaría que se refiere a la oposición. Pero no: no hay oposición; los halcones y los buitres están dentro de su propio movimiento, siempre hambrientos, siempre al acecho. Y Él lo sabe. NOSOTROS lo sabemos. ELLOS lo saben; él los creó. Él los alimentó. Y él mismo, desde La Chingada, vuelve a soplarles el viento para recordarles quién es el verdadero dueño del corral.
Dice que no quiere hacerle sombra a Sheinbaum, pero su sola presencia ya la condiciona. En su sexenio la señora fue tratada como heredera; ahora, se presenta como deudora. No dirige sin él respirándole en la nuca. Cada paso de la presidenta debe ser calibrado con el cálculo de “¿qué pensará el licenciado?”.



Mientras tanto, los otros halcones —Adán Augusto, Noroña, Monreal, los gobernadores que juegan su propio ajedrez— se relamen las uñas. Todos esperando el mínimo tambaleo para lanzarse sobre la silla del Águila. AMLO lo sabe mejor que nadie, y por eso reaparece: para recordarles que la presencia del macho alfa sigue viva, incluso si dice que ya no caza.
Lo más grave es que su reaparición no solo distrae: distorsiona. Es una estrategia para que no se hable del país que entregó. Del país que prometió “pacificar”, pero que dejó convertido en un cementerio.
Porque los datos son contundentes, dolorosos, insultantes: 196,442 homicidios dolosos durante su administración, un récord histórico. Y más de 52,000 personas desaparecidas solo en su sexenio según registros oficiales. Familias enteras buscan a los suyos en fosas clandestinas que se multiplican como heridas abiertas. Cada número es una historia rota. Y aún así, él habla de “grandeza”.
Si pensamos en las palabras de Elena Poniatowska, tenemos que con López Obrador, lo difícil se volvió casi imposible para miles.
El expresidente habla también de soberanía, pero deja un país donde territorios enteros están bajo control criminal, donde el Estado retrocedió mientras el narco avanzó. Habla de honradez, pero su gobierno vio el mayor escándalo de corrupción en la historia del México moderno: Segalmex, con un desfalco superior a 15,000 millones de pesos. Habla de no endeudar, pero la deuda pasó de 3.94 billones a 4.49 billones de pesos.
Habla de los “pueblos indígenas”, pero destruyó selva, acuíferos y patrimonio cultural para imponer un tren que hasta hoy es un monumento a la improvisación y al capricho. Obligar a comunidades a doblegarse, a vender sus tierras, a disculparse por protestar, eso no es justicia: es bajeza.
Habla de democracia, pero fue él quien impulsó la captura del INE, quien intentó modificar las reglas electorales para perpetuar a su movimiento, quien normalizó el acoso a cualquier voz crítica. Quien reinstauró las elecciones de Estado.
Habla de paz, pero dejó un país en guerra. Habla de amor al pueblo, pero deja un país enfrentado, dividido, intoxicado por un odio que él sembró con precisión quirúrgica. Y no es menor ese daño: la fractura social que deja será, quizá, la más difícil de reparar.
Dice que volvería a la vida pública por tres razones: defender la democracia (esa que él mismo vulneró), defender a la presidenta (¿de quién, exactamente: del narco o de los suyos?), y defender la soberanía (esa que cedió al permitir que el crimen organizado creciera como nunca).
El país no necesita más retornos mesiánicos. Necesita memoria. Necesita verdad. Necesita mirar de frente lo que ocurrió. No para odiar —eso sería caer en su juego—, sino para que no vuelva a ocurrir.
Porque su legado no está en sus libros ni en sus mañaneras ni en su retórica moralista. Su legado está en los desaparecidos, en los asesinados, en las madres buscadoras, en las comunidades devastadas, en las instituciones debilitadas.
Está en la sombra larga que todavía proyecta sobre la presidencia que él mismo dejó condicionada.
No es odio. Es memoria. Y nombrar la bajeza no es una falta: es una obligación moral. Yo solo cumplo.
Si alguien quiere hablar de “grandeza”, que primero mire a los muertos, a los desaparecidos, al país roto. Y después, si aún le queda algo de honestidad, que guarde silencio.



