El 24 de julio de 2021 se cumplen 100 años del nacimiento de uno de los artistas universales más extraordinarios y conmovedores no sólo del género operístico, también de la canción y del canto en general. En esta ocasión me permito compartir el texto que publicara en marzo de 2008, en la Revista Pro-Ópera, como un homenaje tras su muerte en esas fechas.

Giuseppe di Stefano: Fuego de eterno instante

Nacido en 1921 al brillo del sol ardiente del verano de Sicilia un 24 de julio, Giuseppe di Stefano, después de descubrir la voz y la gracia del canto y tras alistarse al servicio militar del ejército italiano durante la segunda guerra mundial (donde terminaría siendo mimado gracias a su voz), devendría en uno de los tenores, uno de los cantantes más importantes del siglo XX y de la historia total de la ópera hasta el presente. A su debut inicial como Des Grieux en la ópera Manon, de Massenet, en 1946, le seguiría una vertiginosa carrera que lo llevó a la Scala de Milán, Liceo de Barcelona, Metropolitan Opera de Nueva York, Covent Garden de Londres y Opera de Viena, entre otros teatros importantes. El bello lirismo de su voz, la enorme capacidad expresiva, la sorpresiva, abrasante espontaneidad, su canto-verdad, su honesta manera de actuar, sus audacias vocales, la gallardía y la bravura, la entrega, el abandono absoluto al rapto del canto, al sentido de las palabras, a la esencia de la poesía, fueron (y siguen siéndolo en los discos y en particular en las grabaciones en directo) los elementos vivos que conmovieron las fibras emotivas de los espectadores y oyentes que tuvieron la fortuna de verle en su tiempo histórico.

En desacuerdo con la descripción de su biografía hecha en Wikipedia, procedí a registrarme en la página para añadir un párrafo que considero sustancial: “Uno de los fenómenos más marcados e interesantes en relación a Di Stefano es la incomprensión de su inigualable capacidad técnica, lo que ha llevado tanto a críticos como a detractores y aun seguidores, a decir que no poseía técnica o una ‘buena técnica’, cuando por al menos quince o veinte años de carrera exhibió una grandeza técnica inalcanzable e insuperable al día de hoy [en términos de fonación, articulación y proyeccción], sobre todo en el repertorio belcantista y lírico, pero también abordando cierto repertorio verista. Un error de sus críticos es decir que cantaba abierto o que no ‘cerraba’ los agudos, cuando su vocalidad expresaba lo que se llama cubrir la voz desde una posición abierta, lo cual le permitió la más asombrosa y conmovedora expresividad o ‘forma de decir’. Los ejemplos son incontables, desde la ópera a la canción napolitana y popular. Su decadencia prematura pareciera deberse a dos factores principales: 1. El paso a un repertorio más dramático sin el adecuado ajuste técnico. 2. Los excesos de la ‘buena vida’. Aunque el propio Di Stefano argumentó en algunas entrevistas problemas de respiración y de alergia. Junto con Enrico Caruso, Beniamino Gigli y Mario del Monaco, ocupa uno de los principales lugares de gloria del canto italiano.”.

Giuseppe di Stefano no otorgaba concesiones, no se las daba siquiera a sí mismo. La entrega absoluta al instante era la característica cardinal de su canto, de su arte. Este abandono, este rapto, esta embriaguez de los sentidos, del espíritu, eran la esencia propiciatoria de la catarsis colectiva en el teatro después de cada ópera, aria o canción. El instante como una manera absoluta de vivir. Como un valor supremo. El instante como un presente constante, infinito, que no se da tiempo a cálculos o a especulaciones sobre futuros posibles o imposibles. El instante instalado en el espíritu del hombre, del artista. Del hombre transfigurado, encarnado artista. Hombre-Artista devorado por ese instante que anhela ensanchar a su máxima potencia expresiva; la expresión de la vida y la muerte. Y después del instante, la muerte. La muerte del instante mismo que no será ya más, que se ha consumido para siempre. Que ya fue y que ya es pasado. Así pues, para no pensar, para no padecer (en el sentido del pathos) sino la gloria del instante, la embriaguez poética de Di Stefano se expresaba en el acto mismo de ser. Ser en el escenario o fuera del mismo. Un aliento tocado por la dicha y el sentido del instante. Porque si bien el instante es instante, también es eterno. Y Di Stefano se abrazaba en su propio instante de fuego en una sucesión abrasadora de abandono y embriaguez.

El público lo percibía y lo seguía en la aventura, se le rendía con un fuego semejante al de su propio espíritu que le quemaba las fibras interiores. Una caricia, una arrebatada expresión, un agudo pleno desarrollado a tal punto que, ya ahíto, se vaciaba de sí mismo, el desgarramiento, la animalidad sublimada en momentos cumbres de su canto. El Fausto del Metropolitan Opera de Nueva York, el Duque de Mantua, Arturo, Fernando, Cavaradossi, Des Grieux o Werther del Teatro de Bellas Artes de México, el Rodolfo de Londres, el Alfredo o Don José de la Scala de Milán, el Edgardo de Berlín, etcétera (incluso el Radamés de Milán o el Calaf de Viena), fueron los personajes que encarnó y que insufló con este instante vital constante. Las grabaciones en vivo ofrecen el testimonio de ese pasado maravilloso que es ya futuro. El lirismo romántico, el apasionamiento exacerbado, la ternura de brisa que acaricia como un susurro y el salvajismo abrupto, primitivo, animal, son los extremos que anidan en Di Stefano. María Callas dijo alguna vez que cantar con él había sido para ella como hacerlo con un dios o con un animal salvaje. Y justo con Callas creó un binomio irremplazable en la historia de la ópera. Una pareja mítica. El teatro de ellos está ahora en sus grabaciones. Escucharlos, en estudio o en directo, es recrear en el ideal el teatro posible que no vimos y que ya no veremos.

Y a la gloria de los años primeros de carrera siguió la crisis vocal a partir de los sesenta. Unos argumentan deficiencia técnica, otros, repertorio equivocado, algunos más, excesos de placer (juego, tabaco, vino, mujeres). Y vinieron así presentaciones como la Tosca de Tokio, más que lamentable, dolorosa. Nunca recobraría la forma ya. Daría tumbos por todos lados. Encontraría soluciones en ciertos recursos como la morbidez del portamento o el de su bello falsete. Y el público volvería a amarlo pese a todo; o lo condenaría. La gira de conciertos con Callas a principios de los setenta (1973-74) para algunos resulta terrible, insoportable, intolerable, otros dan gracias por haber alcanzado a ver (aunque sea en video) los luminosos destellos de este par tocado por la dicha del pasado, el sufrimiento de la ruina vocal y el dolor de la existencia.

En su libro de memorias (El arte del canto; al parecer nunca concluyó el segundo volumen prometido), Di Stefano ofrece una vívida recapitulación de los primeros años de gozo. Dice, no sin exageración y cierta adulación agradecida, como un homenaje al México operístico que se le entregó por entero, cómo él y María aprendieron a cantar en este país, pues luego de cada función iban a la estación de radio a escuchar el audio de la noche anterior. Grabaciones que hoy son memorables y mundialmente codiciadas. Y esto fue parte de los años cincuenta en la ciudad de México, la década tan añorada y que para muchos ha sido, como expresión cultural, la mejor del siglo XX mexicano.

La relación entre México y Pippo (como se le llamó con cariño) se prolongaría con esporádicas presentaciones en las siguientes decenas. Fue un casi romance no ausente de escándalos como el de Un ballo in maschera en los sesenta. Diría su adiós escénico al público mexicano en 1978, con El país de las sonrisas, de Franz Lehár, en el cine Chapultepec. Volvería en los noventa para ser homenajeado. Una ocasión en el Teatro de Bellas Artes (1993) y la última en lo que fuera el cine Plaza Condesa (1995). Y el público se le brindó en forma absoluta casi por última vez cuando cantó “Passione”, “I’ te vurria vasá”, “Parlami d’amore Mariú”, “L’ultima canzone” y “O sole mio”. Casi, porque el vínculo continúa a través de los discos y la memoria que se renueva en las recientes generaciones de melómanos operísticos.

Y después de la bella locura de cantar al viejo Príncipe Altoum de Turandot en Roma, pareció llegar el retiro definitivo y apacible. Entre la casa italiana y la keniana en África, viviría el final acompañado de la hermosa joven esposa alemana, Monika Curth. La pasión del artista acaso seguía encendida sin embargo. Otorgaba entrevistas en las que, puro en mano, se explayaba en el pasado y en explicar su crisis vocal que para él no fue producto de la deficiencia técnica o los excesos, sino de una tremenda reacción alérgica a ciertos químicos esparcidos por la calefacción de su casa o de algunos teatros; en sus memorias había dicho que se habría debido a una crisis en la manera de respirar. Lo que haya sido, no le atormentaba más. Pues siempre encontró nuevas maneras de disfrutar la vida. Él no pretendía una carrera de cuarenta-cincuenta años. No deseaba una interminable lista de óperas nuevas por aprender. Quería vivir. Y así como tuvo quince-veinte años de gloria absoluta, supo encontrar nuevos disfrutes vitales. ¿Qué eran cincuenta años de sólida y prolongada carrera, tal vez tediosa, frente a la dicha de la explosión y la absoluta mutua correspondencia entre público y cantante y aún tener vida, no para vivir del recuerdo, sino para abandonarse al goce de la existencia? Parafraseando a Callas, Di Stefano era, pues, un dios vuelto mortal. Un dios entregado no a un proyecto prolongado sino al presente, al instante, sin pensar en qué sucedería mañana. Si por esto pagó un precio, nunca se arrepentiría o lamentaría de ello. Muy por el contrario. Y no es que hubiera hecho una apología de la crisis y la autodestrucción: no, una del instante.

Giuseppe di Stefano, el artista, el hombre que vivió como murió, que murió como vivió. Embriagado de sí, abrazando con gallardía el instante. En 2004, con ochenta y tres años a cuesta, sintió el coraje, el clamor en las mejillas, atendió el impulso vital de su naturaleza para defender con arrojo a la mujer en contra de los criminales que pretendían robarle. Pero esta vez cayó abatido para no recobrarse jamás. Los cobardes golpes de palo en el cráneo acallaron el valor del hombre. Silenciaron momentáneamente la verdad de su canto intemporal. Unos dicen que su reacción fue una locura, otros, que un acto de heroica valentía. Él sólo fue una vez más Giuseppe di Stefano, abrasado por el fuego vital de su existencia. Arrojado al instante sin pensar en un futuro posible o imposible. Abandonado a su convicción de artista, de hombre. Y así lo seguiremos escuchando. Las futuras, como las pasadas generaciones, vivirán vibrar a Giuseppe di Stefano: Fuego de Eterno Instante.                                             

Revista Pro Ópera, marzo de 2008 Texto incluido en el libro De Caruso a Juan Gabriel. Una mirada de la cultura en México. UJAT/Laberinto Ediciones. 2019.

P.d. Y aquí mi videocomentario sobre el centenenario de Giuseppe di Stefano para SDPnoticias: