Acudí a la casilla acompañado de mi nieto mayor; la fila fue de una hora, aproximadamente. Mis otros nietos votaron con su papá, mi hijo Federico Manuel; hicieron bastante más de horas de espera antes de llegar a las urnas de votación.

El niño votó por mí, y lo hizo bastante bien. Es decir, cruzó los logos de los partidos y los nombres de los candidatos que habíamos acordado después de analizar las distintas opciones durante unos minutos; también depositó las papeletas en las cajas.

A ambos nos pusieron tinta indeleble y nos retiramos satisfechos de haber cumplido.

Antes de votar, recorrí con el niño otras casillas; desde la camioneta nos asomamos al menos a cinco centros de votaciones. La gente salió a cumplir con su obligación cívica, sin duda. Ojalá haya ocurrido así en todo el país.

No tengo la menor idea acerca de qué partidos y candidatos van a ganar. Realmente, son lo de menos los nombres de los próximos gobernadores, diputados y alcaldes.

Lo relevante es otra cosa: que las complicadas campañas —ensangrentadas más que nunca como consecuencia de la fallida y estúpida guerra contra el narco de Felipe Calderón— están terminando en una fiesta democrática.

Ojalá los perdedores acepten con dignidad las derrotas. Porque esta vez no ha habido fraude, por supuesto que no.

Lo expresó con sabiduría este domingo en La Jornada el jurista José Agustín Ortiz Pinchetti, fiscal electoral y uno de los intelectuales más cercanos al presidente Andrés Manuel López Obrador: la de 2021 ha sido “una elección grandiosa“, en la que el gobierno no ha encubierto fraudes, sino que los ha combatido.

Estoy feliz por el ejercicio de este domingo, voto por voto, casilla por casilla.

Lo que no se respetó en 2006, hoy es una realidad.