El ataque con drones contra una instalación portuaria en Venezuela —reconocido por el propio presidente Donald Trump y revelado por The New York Times— pertenece a la categoría de hechos que, aun cuando se anuncian con voz baja y se rodean de silencios oficiales, tienen la potencia de un trueno geopolítico.
No se trata únicamente de la destrucción de un muelle supuestamente utilizado por el Tren de Aragua para almacenar narcóticos; es, sobre todo, la irrupción abierta de Estados Unidos en el territorio venezolano mediante una operación encubierta que deja más preguntas que certezas y reordena, sin decirlo, las reglas del juego regional.
Conviene detenerse en el dato central: es la primera operación estadounidense conocida dentro de Venezuela. Esa frase, por sí sola, marca un antes y un después. Durante años, Washington ha ensayado un repertorio amplio de presiones contra el régimen de Nicolás Maduro: sanciones económicas, aislamiento diplomático, reconocimientos selectivos, amenazas veladas y operaciones de inteligencia que jamás se admiten. Pero una cosa es la coerción indirecta y otra muy distinta la acción militar directa, así sea quirúrgica, limitada y —según la versión oficial— sin víctimas humanas.
El uso de drones, además, no es casual. Representa la forma contemporánea de ejercer poder sin asumir plenamente el costo político de la guerra. No hay tropas en tierra, no hay banderas, no hay ataúdes que regresen a casa. Hay, en cambio, una explosión precisa, un objetivo puntual y un mensaje que se transmite sin necesidad de discursos largos: Estados Unidos puede golpear cuando quiera y donde quiera, incluso en un país con el que no mantiene relaciones diplomáticas normales.
Desde la narrativa estadounidense, el argumento es casi impecable. El Tren de Aragua se ha convertido en un símbolo del crimen transnacional que desborda fronteras, infiltra economías y desafía a los Estados. Vincularlo al narcotráfico y a una instalación portuaria venezolana permite encuadrar la operación como un acto de seguridad hemisférica, no como una agresión soberana. Si no hubo víctimas —como aseguran las fuentes—, mejor aún: la acción se presenta como eficaz, limpia y moralmente defendible.
Sin embargo, la política internacional no se rige solo por intenciones declaradas, sino por precedentes. Y el precedente es delicado. Si Washington se arroga el derecho de atacar con drones infraestructura dentro de otro país bajo el argumento de combatir al crimen organizado, ¿qué impide que otros actores hagan lo mismo en nombre de sus propias “amenazas”? La línea entre la lucha contra el narcotráfico y la violación de la soberanía se vuelve peligrosamente delgada.
El silencio del gobierno venezolano es, en este contexto, tan elocuente como la denuncia de Diosdado Cabello. No responder directamente a la operación puede ser una estrategia para evitar una escalada que Caracas no está en condiciones de sostener. Denunciar “acoso, amenazas y ataques”, en cambio, permite mantener el discurso de victimización frente al enemigo externo, un recurso político que el chavismo ha explotado con habilidad durante más de dos décadas. El problema es que, esta vez, la narrativa antiimperialista se enfrenta a un hecho concreto que exhibe vulnerabilidades reales del Estado venezolano.
Porque hay otro ángulo que no puede ignorarse: si una instalación portuaria era utilizada por una banda criminal para almacenar y exportar narcóticos, la pregunta incómoda no es solo por qué Estados Unidos decidió atacarla, sino cómo fue posible que operara con tal nivel de impunidad. El Tren de Aragua no es un actor marginal; es una estructura criminal que ha crecido al amparo de un Estado debilitado, cuando no cooptado. El ataque, más allá de su legalidad internacional, desnuda esa fragilidad.
Donald Trump, fiel a su estilo, reconoció la autoría sin ofrecer detalles. Lo hizo desde Mar-a-Lago, casi como quien comenta un episodio más de la agenda diaria. Esa ligereza aparente es engañosa. Trump entiende el valor político del golpe: hacia adentro, refuerza la imagen de un presidente que actúa con mano dura contra el narcotráfico; hacia afuera, envía una señal inequívoca a gobiernos que toleran —o se benefician de— redes criminales. El mensaje es claro: la paciencia tiene límites.
Ahora bien, el riesgo de este tipo de acciones es la normalización. Lo excepcional se vuelve rutina, y la rutina erosiona los marcos legales que, con todos sus defectos, han contenido durante décadas los impulsos más belicosos de las potencias. Hoy fue un muelle sin personas; mañana podría ser otra instalación, otro país, otra justificación. La tecnología facilita el ataque; la política lo legitima a posteriori.
América Latina observa con una mezcla de inquietud y resignación. Inquietud, porque la región sabe que la doctrina del “golpe preventivo” rara vez se queda en un solo caso. Resignación, porque muchos Estados carecen de la capacidad —o la voluntad— para enfrentar al crimen organizado que, en ocasiones, se confunde con el propio poder político. En ese vacío, las potencias actúan.
La gran paradoja es que el ataque con drones, presentado como una acción contra el narcotráfico, termina siendo también un acto profundamente político. No solo impacta una estructura criminal; impacta la narrativa de soberanía, el equilibrio regional y la percepción de hasta dónde está dispuesto a llegar Estados Unidos para defender sus intereses. Y en política internacional, la percepción suele pesar tanto como los hechos.
Quizá lo más inquietante no sea la explosión en el muelle venezolano, sino el silencio posterior, la falta de un debate abierto sobre las implicaciones de este tipo de operaciones. Cuando los drones hablan, la diplomacia calla. Y cuando la diplomacia calla, el mundo se acostumbra a que las líneas rojas se muevan sin previo aviso.
El ataque ya ocurrió. El precedente está sentado. Lo que sigue es una etapa de sombras, en la que todos los actores —Washington, Caracas y el resto de la región— deberán decidir si este episodio será un hecho aislado o el primer capítulo de una nueva forma de intervención. Porque, como suele suceder en la política de poder, lo más peligroso no es el golpe inicial, sino la costumbre que deja.
X: @salvadorcosio1 | Correo: Opinión.salcosga23@gmail.com




