La santidad no es un concepto exclusivo del mundo cristiano, desde la cosmovisión mesopotámica significaba “apartado” o “separado”, es decir, sobre lo sagrado que debe estar resguardado; en la filosofía hebrea se asumió como algo propicio de Dios y algo siempre colectivo, de ahí el término “pueblo santo” o “pueblo de Dios”.
En el cristianismo primitivo (primeros años) sufrió una adecuación, del concepto hebreo pasó a ser una característica individual, siendo los mártires los primeros en mostrarlo, ya no solamente desde la predicación sino desde el ofrecimiento máximo: entregar la vida en aras del anuncio salvífico.
Después, con la consolidación de la Iglesia católica como referente religioso occidental, el concepto se oficializó y una persona santa era la persona nombrada como tal por la jerarquía episcopal. Durante la Edad Media y hasta la reforma se presentaron estos modelos de vida, obviamente adherentes a los mandatos políticos que beneficiaban a la santa sede. Ya en el siglo XX, la santidad se entendió desde un parámetro popular (volviendo a la idea hebrea) y como una vía de plenitud para la vida cristiana de muchas personas. No solamente se reforzaron estereotipos religiosos, también personas que no se habían consagrado podían alcanzarla. La santidad se “democratizó” y se volvió (además de accesible), un requisito indispensable para asumir el cristianismo. De esta época guardamos las expresiones de “era una santa” o “vivió como un santo”, utilizadas con holgura y más de una vez, con hipocresía.
Mientras en Occidente los cambios ideológicos se hacían presentes dependiendo de las necesidades teológicas y financieras, Oriente compartía la idea de santidad desde otra trinchera, siempre más popular y menos jerarquizada. En el hinduismo la santidad se refería al cumplimiento del ritual y a la perfección espiritual, mediada por la renuncia y la compasión. En el budismo se refleja en la iluminación, quien ha logrado liberarse del sufrimiento o quien ha alcanzado grandeza espiritual, pero pospone su liberación para ayudar a otras personas a alcanzar esta anhelada fase. En el Tao se habla de sabios e inmortales, es decir, quien está en comunión con el Tao y vive una buena vida (en amplio sentido) con sencillez.
¿Qué tienen en común Francisco de Asís y Marcial Maciel? Ambos pertenecieron a la misma institución, ambos fueron respaldados por lo más alto de la cúpula de Roma y hasta ahí termina lo que les une. Francisco de Asís fue una figura paradigmática, sobre todo, para resolver el tema del conflicto con los cátaros y lograr integrar la pobreza como una virtud, cuando la jerarquía perdía los estribos en cuestión de lujos y excesos. Lamentablemente, la historia de la Iglesia nos muestra que poco después volvieron a esa vida, disminuyendo paulatinamente gracias a la crítica de Lutero.
En el siglo XX, se justificaron respecto a las “necesidades materiales”, que no es otra cosa que un renacimiento de ideas medievales sobre la existencia palaciega. El Papa Francisco fue crítico de estas conductas (desde que era arzobispo de Buenos Aires y luego como Papa) y, lamentablemente, volvieron con el Papa León XIV. Actualmente, Francisco de Asís sería considerado como una persona que habita la calle, y muy posiblemente se le prohibiría el acceso a cualquier templo católico. Los seguidores de su orden (en sus diversas ramas) ahora visten un hábito impecable, siempre limpio y con pocas arrugas, demostrando que han perdido los pasos de un monje que caminaba descalzo y se desprendía de lo poco para dárselo a los más empobrecidos. Por otro lado, Marcial Maciel llegó a ser considerado modelo de santidad, esa santidad que favorece el discurso que tanto le gusta escuchar a la burguesía: “Todos pueden entrar al Reino de los Cielos, hasta ustedes”, el cual era emitido convenientemente a quienes expedían cheques numerosos a la Legión de Cristo.
Si los abusos no hubieran sido excesivos, si no hubiera existido en antecedente de Spotlight, si no viviéramos en una época de impresiones y redes sociales, Maciel habría sido considerado santo y habría sido nombrado como tal por las autoridades vaticanas. Se habrían destacado sus virtudes como fundador y su incansable misión por educar a las élites. Imagino que Marcial Maciel siempre estaba vestido de manera impecable, con una presencia imponente y con una mirada seductora; casi seguro que usaría una fragancia que deja estela a su paso, de esas que obligan a mirar y a preguntarse quién es el portador. En el caso de Francisco de Asís era lo contrario, lo despreciaban y se tapaban la nariz mientras pasaba, lo miraban de abajo hacia arriba y seguramente se burlaban de lo sucios que estarían sus pies.
Entonces, bajo estas dos figuras, ¿qué podría significar la santidad en pleno siglo XXI? Significa una apuesta radical y revolucionaria. Una presencia incómoda porque confronta, no por sumiso y renuncia a todo frente a una comprensión inmadura de la obediencia. Sería, en esencia, un Cristo que se enfrenta al sistema basado en la culpa y el miedo, con una narrativa de esperanza, amor y coraje. No es un “quedabien” sino la persona que levanta la mano con insistencia y pregunta por qué esa evidente injusticia es permitida.
No se trata de hábitos limpios o de dulces palabras, se trata de actos en donde la opción preferencial por los más empobrecidos no es siquiera una opción, sino un estilo de vida comprometido con el bien común. Es la persona valiente que sin participar necesariamente de alguna espiritualidad o religión, busca que el mundo sea un mejor lugar, un espacio libre de violencia y lleno de paz. Es quien levanta la voz en contra de un genocidio, aunque no conozca ese país y no comparta su cultura. Es quien se rehúsa a seguir órdenes, aunque estén escritas en la ley. El Papa Francisco lo expresó de manera sintética: “La santidad no está hecha de actos heroicos, sino de mucho amor cotidiano”. La palabra clave está en el amor. Una persona santa es una persona que ama, no solamente en discurso, también en la revolución de la esperanza, actuando incluso cuando la cultura del capitalismo y de la muerte nos diga que debemos ignorar a las demás personas y buscar el bienestar individual.
Sí, la santidad es política. Apostar por la voluntad popular y no por la ideología más violenta. Oponerse a supuestos liderazgos que defienden “valores” cristianos y cuyas vidas están plagadas de muertes y abusos. No hay nada santificante en obedecer y someterse a un sistema que procura la propiedad privada, la explotación laboral y el saqueo por encima de la vida, la dignidad y la comunidad. El neoliberalismo no es católico, aunque lo disfracen de teología de la prosperidad. No es teología y no es próspera. Ningún sistema ético puede justificar el exceso ni la acumulación desmedida de capital, mucho menos si esta gula monetaria perjudica a millones de personas generando desigualdad.
La santidad no es un punto medio, no es purificar ni cooperar con el mal mientras se sonríe de manera resignada. No. Tampoco es ingenua al pensar que la resistencia es suficiente. La santidad requiere organización, militancia y conciencia social. No es la senda agradable institucional, es el temor de caminar en el precipicio, ser pioneros de una nueva ruta. Tampoco es adoctrinamiento, es aprendizaje en libertad. Karl Rahner hablaba de “cristianos anónimos”, pensando en las personas que valientemente defienden los valores del amor y cuyo comportamiento es más cercano al de Cristo, aunque no sean creyentes, que los que participan todos los días en servicios religiosos.
La santidad es congruencia. Qué difícil, podría pensarse, pero es necesario que cambiemos la idea de santidad. No porque la oración o la meditación sean malas, son estériles si no vienen acompañadas de actos concretos de solidaridad y amor. Una última reflexión. ¿De quién estamos más cerca: de ser Francisco de Asís o de ser Marcial Maciel? ¿Optamos por el bien o por la comodidad? ¿Optamos por la sumisión ante la norma o promovemos la liberación frente a la injusticia? ¿Estamos pensando en almas exclusivamente o pensamos en almas con cuerpos?