La reciente reunión entre Donald Trump y Vladímir Putin, ampliamente anunciada como un intento de abrir caminos hacia la paz en Ucrania, terminó sin un acuerdo concreto. Lo único que quedó en claro fue el compromiso de celebrar una segunda cumbre —posiblemente en Moscú—, un hecho que, aunque simbólico, difícilmente pueda interpretarse como un verdadero avance diplomático.

El problema de fondo sigue siendo insalvable: Putin demanda una porción del Estado ucraniano, apelando a la seguridad de Rusia y a su derecho histórico sobre territorios limítrofes. Esa exigencia es, para Volodímir Zelenski y para la propia supervivencia de Ucrania, imposible de aceptar. Ningún mandatario podría entregar parte de su territorio ni seguir el ejemplo de López de Santa Ana, sin que ello signifique una derrota política, moral y nacional. El núcleo del conflicto, entonces, permanece intacto.

Los analistas que siguieron la cumbre coinciden en que ambos líderes intentaron proyectar cordialidad. Sin embargo, la retórica amistosa no logró ocultar el vacío de resultados y los civiles seguirán padeciendo la violencia de otra estúpida guerra.

Lo paradójico es que tanto rusos como ucranianos se reconocen como pueblos hermanos, con profundos lazos culturales, históricos y familiares. Es esa cercanía —más que cualquier cálculo geopolítico— lo que mantiene viva la esperanza de que algún día se pueda hablar de paz. No obstante, los gestos políticos y diplomáticos todavía se mueven en otro terreno: el del poder, la desconfianza y la imposibilidad de ceder. En ese sentido, el único resultado tangible de la cumbre, la promesa de un segundo encuentro, plantea más interrogantes que certezas. ¿Será simplemente otro escenario para la escenificación política? ¿O servirá al menos para mantener un canal de comunicación abierto, evitando que la confrontación escale aún más?

Lo cierto es que la ausencia de un acuerdo no debería hacernos perder de vista un hecho elemental: incluso los diálogos vacíos ayudan a evitar la clausura total del diálogo. En diplomacia, la continuidad, aunque frágil, puede ser la antesala de cambios futuros. Pero no debemos confundir esa mínima utilidad con un progreso real. Los ucranianos que pierden familiares y hogares no pueden conformarse con promesas de “volver a hablar”. No se trata de resolver nada más pero nada menos, una disputa territorial, sino de reconocer públicamente el valor de la vida humana compartida.

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Un primer paso podría ser un acuerdo humanitario bilateral: la liberación simultánea de prisioneros de guerra y el establecimiento de un corredor permanente para la evacuación de civiles y el suministro de ayuda médica. No requiere resolver, insisto, el dilema territorial, sí no mostrar que, pese a la guerra, ambos pueblos pueden actuar en nombre de la humanidad y vecindad que comparten.

Ese acto de civilidad no representaría la paz definitiva, pero sí podría sembrar un precedente de confianza. En una región donde las armas han hablado más que las palabras, la cumbre Trump/Putin no resolvió nada, y acaso estaba destinada a no hacerlo. Pero si de ese encuentro surge la oportunidad de abrir un capítulo mínimo —un acuerdo humanitario concreto, verificable y compartido— entonces el esfuerzo no habrá sido en vano. La verdadera prueba no estará en Moscú ni en Washington, sino en el campo de refugiados, en los hospitales improvisados, en las familias que esperan recuperar a sus seres queridos. Allí se medirá si la diplomacia aún tiene sentido.

PONTE XUX

1. Dicen que Putin y Trump tuvieron una sesión ultra secreta, sin asesores ni ministros, nadie más que ellos sabrán lo que dijeron. ¿Y el traductor? ¿Lo van a eliminar después de la plática?

2. Bueno, me recordó a Cuauhtémoc y Cortés con la Malinche: -Pregúntale dónde guarda El Oro. - Abajo de mi trono -¿Que dijo? Que saludes a tú madre.

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