Claudia Sheinbaum validó la aberrante reforma al poder judicial con la que se impusieron jueces, magistrados y ministros sin experiencia, seleccionados por su cercanía con AMLO o como pago a favores recibidos; en una elección que no lo fue, plagada de irregularidades y episodios ridículos como los acordeones.

El nuevo poder judicial sometido y domesticado entra en funciones el 1 de septiembre.

Blindaje

El plazo para las elecciones intermedias se acorta y el oficialismo busca blindarse frente a un descontento social creciente, la amenaza de abstencionismo y el rechazo a imposiciones. La reforma electoral está dirigida, no a perfeccionar la democracia, sino a controlarla a través de un modelo que garantice su permanencia en el poder.

La comparación es inevitable, la reforma electoral de 1996 en el sexenio de Ernesto Zedillo respondió a la urgencia de evitar fraudes como el orquestado por Manuel Bartlett en 1988 para imponer a Carlos Salinas, o como el de 1991, donde el PRI arrasó con la “operación de Estado” en la que participaron operadores como Manuel Camacho y Marcelo Ebrard.

Zedillo inició con una reforma judicial que otorgó independencia a la Suprema Corte y creó el Consejo de la Judicatura para vigilar a jueces y magistrados.

Las columnas más leídas de hoy

Después convocó al “Acuerdo de Los Pinos” en el que participaron todas las fuerzas políticas para sentar las bases de la democratización; ahí nació la reforma electoral de 1996: el IFE se convirtió en un órgano autónomo, con un consejo integrado por ciudadanos y se establecieron reglas equitativas de financiamiento a partidos y de acceso a medios. El gobierno finalmente salió de la organización de elecciones.

Ese cambio permitió lo inimaginable: la oposición ganó la Ciudad de México y el Congreso quedó dividido. Con esas mismas reglas en el año 2000, se inauguró la alternancia, por primera vez en 70 años la oposición ganó la presidencia.

Antes de ello, hubo otra reforma relevante, la que impulsó Jesús Reyes Heroles en el sexenio de López Portillo. Entre sus alcances destaca el reconocimiento legal del Partido Comunista y la creación de diputados de representación proporcional, un paso fundamental para dar voz a minorías y ampliar la pluralidad.

La resistencia al cambio

Andrés Manuel López Obrador nunca creyó en estos avances. Formado en el viejo PRI, con reflejos autoritarios y vicios intactos, se opuso a la construcción democrática. Ya en el poder, decidió revertirla.

La reforma electoral que hoy impulsa, avalada por Sheinbaum y que busca liquidar las conquistas democráticas, tiene dos claros objetivos: fortalecer un partido único y desaparecer a los plurinominales. Anular el principio de representación proporcional abre paso para imponer la uniformidad de pensamiento como en las dictaduras.

Para cumplir esta agenda Sheinbaum decretó la creación de la Comisión Presidencial para la Reforma Electoral. El encargo de elaborar el proyecto recae, paradójicamente, en personajes cuya trayectoria se explica gracias a la apertura política que ahora desprecian.

La preside Pablo Gómez, un personaje de la izquierda que ocupó en varias ocasiones curules plurinominales. Con él, Rosa Icela Rodríguez, actual secretaria de Gobernación; José Antonio Peña Merino, titular de la Agencia de Transformación Digital; Ernestina Godoy, consejera jurídica de la Presidencia; Lázaro Cárdenas Batel, jefe de la Oficina presidencial; Jesús Ramírez Cuevas, coordinador de asesores; y Arturo Zaldívar, operador político.

Todos alcanzaron sus posiciones gracias a la democratización del país y al sistema de representación que ahora buscan destruir. Sin embargo, hoy los une la misión de obedecer a AMLO para frenar la democracia y abrir paso a un régimen totalitario.

No es casualidad que entre los integrantes de esta comisión estén los operadores de la elección presidencial de 2024. Conocen los detalles del financiamiento, las alianzas inconfesables y los recursos irregulares que alimentaron las campañas.

Su tarea no es únicamente redactar la reforma: es blindar lo ocurrido en 2024, impedir el escrutinio público y normalizar las prácticas del nuevo sistema político.

Disfrazarán de “consulta ciudadana” un proceso cerrado y dirigido desde el poder. Organizarán foros, encuestas y debates, pero el diseño final ya está decidido: reducir al mínimo la representación de las minorías, fortalecer al partido en el gobierno y eliminar cualquier resquicio de autonomía en la organización electoral.

El paralelismo histórico es brutal

En 1996 se construyó una institución ciudadana para arbitrar elecciones, en 2025 buscarán regresar el control absoluto al ejecutivo; antes se buscaba fortalecer la pluralidad y la competencia, hoy quieren instaurar la homogeneidad, el control y el silencio.

Lo que está en juego no es una reforma técnica ni un simple ajuste administrativo. Es una estocada final a la democracia en México.

Si en 1996 se alcanzaron autonomía y pluralidad, ahora el oficialismo busca cancelarlas para siempre.

La democracia no es perfecta, tiene fallas: los partidos han abusado de sus prerrogativas y el sistema electoral es costoso. Pero ha sido garante de la alternancia, permitido la competencia y ha abierto espacios a las minorías. Destruir esas bases es condenar al país a un modelo autoritario.

La historia muestra que los avances democráticos fueron producto de consensos amplios, de reconocimiento a la legitimidad de los actores y de reglas parejas. Hoy se pretende imponer una reforma unilateral, elaborada por una comisión subordinada a AMLO y a Sheinbaum.

Si esta reforma prospera, la democracia mexicana no quedará herida: quedará muerta.

X: @diaz_manuel