El aplastante triunfo de Morena y aliados, y del presidente López Obrador, admite múltiples lecturas, de las que aquí comparto tres: estamos ante una experiencia de democracia iliberal, de democracia liberal y popular semi-tutelada, o bien, con cualquiera de las esas dos opciones, lo más importante en términos de sus consecuencias, ante una elección popular preconstituyente.

La primera corresponde al discurso común de la oposición derrotada. Sostiene que las elecciones no fueron suficientemente libres y auténticas, aunque hayan aceptado sus resultados.

Los principios que guían el proceso electoral, por ejemplo, legalidad, transparencia o equidad, fueron violentados desde la nominación adelantada de Claudia y Xóchitl hasta el mismo día de la jornada electoral mediante operaciones ilícitas

La cancha inclinada por el presidente y su presión a los organismos electorales y de justicia electoral serian evidentes. Un río de dinero clientelizó a una amplia mayoría depauperada e irresponsable de votantes que esa oposición prohijó cuando fue gobierno.

Hasta fuerzas oscuras como el crimen organizado habrían coadyuvado al apabullante resultado cuya magnitud apenas un puñado de encuestadoras advirtieron. La elección no fue íntegra. Es la narrativa de la elección de estado, que ha sido descalificada incluso por varios de los más relevantes críticos del obradorismo.

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La segunda lectura propone que, en el límite de su legitimidad, las elecciones si fueron lo suficiente libres y justas.

Estas se dieron en un contexto complejo. En el escenario se enfrentaron fuerzas políticas formales e informales que recurrieron a todo tipo de estrategias para ganar los comicios. Todas actuaron en el marco de normas no renovadas mediante un acuerdo político expreso, pero el proceso electoral se mantuvo en su cauce y la voluntad popular pudo expresarse.

Es verdad que la consecuente debilidad institucional electoral facilitó cierto grado de influencia político-electoral del presidente de la república o los diversos gobiernos.

Pese a las intervenciones del presidente y otros funcionarios en el ámbito del proceso electoral, en términos reales estas acciones habrían emparejado una cancha que de otra manera estaría dominada por los poderes fácticos que habrían influido en el resultado, como lo hicieron antaño.

Se trató de elecciones con irregularidades y medianamente íntegras, pero sin duda libres y auténticas, que hasta la Organización de Estados Americanos –crítica del populismo– reconoció como tales.

Esas dos narrativas continuarán litigando hasta que las autoridades competentes concluyan su trabajo de calificación de la validez de las elecciones, entre los meses de agosto e inicio de septiembre.

La tercera lectura que propongo es la más desafiante: el 2 de junio elegimos, conscientes o no, a un poder revisor de la Constitución reforzado, o bien, si se quiere, a poderes políticos –ejecutivos y legislativos– con el carácter real de constituyente para-constitucional. Me explico.

Por una parte, el poder revisor de la Constitución está previsto en el artículo 135 constitucional que establece que para modificar o adicionar su texto se requiere la aprobación de dos tercios de los votos de la Cámara de Diputados y Cámara de Senadores, más la mayoría absoluta de los 32 congresos locales.

Eso es claro y en agosto próximo confirmaremos si Morena y aliados consiguieron esas mayorías, o bien, si hay límites jurídicos a esa pretensión. Por lo tanto, se verá si a partir de septiembre una sola fuerza política puede modificar o adicionar la Constitución.

Por la otra, el poder constituyente no está previsto en la Constitución y es discutible cómo se puede conformar, acaso con base en la experiencia.

Empero, precisamente por esa laguna constitucional, en el plano fáctico uno de los efectos de las elecciones recientes es que la ciudadanía transfirió un mandato orientado a modificar el régimen político establecido entre 1994 y 1996, este, igualmente, instrumentado sin haber llamado a un congreso constituyente.

La pregunta que surge de inmediato es: ¿Cuáles son los límites de ese mandato y de tal poder? ¿Quién o qué órganos o poderes lo pueden controlar? Al contrario: ¿Cómo controlar y reordenar a los contrapoderes fácticos y salvajes que desafían al estado y la nación?