El 28 de diciembre, el Tren Interoceánico de Oaxaca —promesa de desarrollo y emblema que colocó al Istmo de Tehuantepec en la agenda internacional— sufrió un accidente que dejó un saldo preliminar devastador: 13 personas fallecidas, 98 lesionadas, 36 hospitalizadas y cinco en estado grave. De los afectados, 139 fueron reportados fuera de peligro tras recibir atención médica. La magnitud humana de la tragedia obliga, antes que nada, a la prudencia y al respeto. También exige rigor.
Hasta ahora no existen conclusiones oficiales definitivas sobre las causas técnicas del descarrilamiento. La Fiscalía General de la República abrió una investigación para determinar si hubo fallas operativas, de mantenimiento o de señalización. Ese es el cauce institucional que corresponde seguir. Sin embargo, el sesgo de confirmación ha convertido a no pocos personajes públicos y opinadores en peritos improvisados, dispuestos a emitir diagnósticos concluyentes con información parcial y a producir mensajes irresponsables que, además de imprecisos, resultan irrespetuosos frente al dolor de las víctimas.
Con la intención de distinguir entre lo que puede analizarse técnicamente y lo que aún no puede afirmarse, pregunté a una inteligencia artificial si, con la información pública disponible, era posible conocer causas probables del accidente y obtener un análisis técnico preliminar. La respuesta fue clara en su alcance y, sobre todo, en sus límites. Lo que hoy se sabe es que el accidente fue un descarrilamiento de la locomotora principal y de varios vagones mientras el tren circulaba por una curva cerca de Nizanda, Oaxaca. El convoy se salió de las vías y parte del tren quedó volcado o inclinado sobre el talud, lo que sugiere una pérdida de adherencia o de seguimiento del riel en ese punto.
Desde el punto de vista ferroviario, las curvas constituyen zonas de riesgo particular. Si la velocidad de paso supera la diseñada para ese tramo, si la geometría de la vía no está correctamente perfilada o si la superestructura —balasto, durmientes o rieles— presenta fallas, las ruedas pueden perder el trazado y salirse de la vía. Esa es la lógica técnica general; no una conclusión sobre este caso específico.
En ese mismo marco, el análisis apuntó a que el exceso de velocidad es un factor recurrente en descarrilamientos en curva. Esa hipótesis coincide con testimonios de pasajeros que relataron sentir el tren “demasiado fuerte” o “muy rápido” instantes antes del accidente. En una curva, cada kilómetro por hora importa: existe una velocidad de diseño segura y, cuando se rebasa, las fuerzas laterales pueden superar la capacidad de la vía para mantener el tren sobre los rieles. Ese exceso puede deberse a fallas en sistemas de control automático, errores de operación o problemas en los frenos. Pero insistamos: se trata de escenarios posibles, no de verdades establecidas.
Lo indiscutible es que estamos ante un accidente gravísimo que cobró vidas. Y frente a hechos de esta magnitud, la discusión pública no debería oscilar entre la negación y el linchamiento. Que la respuesta de las autoridades haya sido inmediata es relevante; que la investigación sea exhaustiva e independiente es imprescindible. La obra debe revisarse con rigor y transparencia, y los sistemas de seguridad —incluidos mecanismos automáticos que impidan exceder la velocidad para la que fueron construidas las vías— deben evaluarse sin concesiones.
La tentación de esconder la gravedad del impacto bajo el ruido de la polarización política o de anticipar las reacciones de la oposición no ayuda a entender lo ocurrido ni a evitar que vuelva a suceder. La sensatez consiste en esperar los peritajes; el rigor, en asumir que la tragedia exige responsabilidades claras y mejoras técnicas verificables. Lo demás es especulación. Y en un país con demasiadas heridas abiertas, especular no es una opinión: es una irresponsabilidad.



