El dato cayó como una cubeta de agua fría, aunque no debería sorprender a nadie que observe con atención la escena económica regional. Un análisis de Standard & Poor’s Global Market Intelligence proyecta que México será, en 2026, la economía de menor crecimiento entre las seis principales de América Latina. La causa principal no es un colapso interno ni una mala decisión coyuntural, sino algo más delicado y estructural: la incertidumbre generada por la revisión “crítica” del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá, el T-MEC, que ha terminado por diluir el impulso que traía consigo el tan mencionado nearshoring.

Conviene decirlo con claridad y sin estridencias: no se trata de una descalificación al gobierno en turno ni, mucho menos, de un juicio político a la presidenta de México. La economía, como la historia, no se mueve por simpatías ni por discursos, sino por señales. Y hoy, la señal que leen los mercados es la de la cautela.

México llegó al umbral de esta década con una ventaja competitiva envidiable. La relocalización de cadenas productivas, acelerada por la pandemia, la guerra comercial entre Estados Unidos y China y las tensiones geopolíticas globales, colocaron al país en una posición estratégica única. Proximidad geográfica, red de tratados, experiencia manufacturera y una integración profunda con la economía estadounidense parecían una combinación ganadora. Durante un par de años, lo fueron.

Sin embargo, el nearshoring no es una fuerza automática ni irreversible. Es una apuesta de largo plazo que exige certidumbre jurídica, reglas claras y una narrativa compartida entre gobiernos y sector privado. Cuando esa narrativa se fragmenta, la inversión se vuelve prudente; cuando la prudencia se prolonga, el crecimiento se ralentiza.

La revisión del T-MEC, prevista en el propio tratado, no debería ser en sí misma un factor de alarma. Todo acuerdo comercial serio contempla evaluaciones periódicas. El problema no es la revisión, sino el tono con el que se anticipa y la falta de claridad sobre los alcances que podría tener. Para los inversionistas, la palabra “crítica” no es un adjetivo retórico: es un foco amarillo que obliga a pausar decisiones millonarias.

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En este contexto, el diagnóstico de S&P no debe leerse como una condena, sino como una advertencia. México no crecerá menos porque esté haciendo todo mal, sino porque el entorno que parecía jugar a su favor hoy aparece lleno de signos de interrogación. Mientras Brasil se apoya en su mercado interno, Colombia en la expectativa de reformas ordenadas, y otros países encuentran nichos de dinamismo, México enfrenta el desafío de reafirmar su papel como socio confiable en América del Norte.

Es importante subrayarlo: la presidenta no es ajena a esta complejidad, ni actúa en el vacío. Hereda un mundo más fragmentado, una región convulsa y una relación con Estados Unidos siempre sensible a los vaivenes políticos de Washington. Gobernar en ese contexto exige equilibrio, no golpes de timón. Pero también exige mensajes claros y consistentes hacia quienes toman decisiones de inversión.

El crecimiento bajo no es un problema técnico; es un problema social. Menor crecimiento implica menos empleo formal, menor recaudación, más presión sobre el gasto público y menos margen para atender las urgencias históricas del país. No hay política social que resista una economía estancada, ni proyecto de desarrollo que prospere sin inversión productiva.

Paradójicamente, México tiene hoy más fortalezas de las que su proyección sugiere. Su sistema financiero es sólido, su deuda está contenida en términos comparativos y su integración comercial sigue siendo profunda. Lo que falta no es capacidad, sino certidumbre. Y la certidumbre no se decreta: se construye con hechos, con reglas estables y con un diálogo constante entre el Estado y el mercado.

La revisión del T-MEC puede y debe convertirse en una oportunidad. Una oportunidad para reafirmar compromisos, despejar dudas y enviar una señal inequívoca de que México sigue apostando por la integración norteamericana como motor de desarrollo. Para ello, será indispensable una estrategia diplomática fina, técnica y alejada de la tentación ideológica. En economía internacional, la retórica suele salir cara.

También es momento de reconocer que el nearshoring no depende solo del comercio. Infraestructura insuficiente, cuellos de botella energéticos, inseguridad en ciertas regiones y rezagos en capital humano son factores que pesan tanto como cualquier tratado. Si la relocalización se enfría, no será únicamente por el T-MEC, sino por una suma de pendientes que el país arrastra desde hace años.

Mirar hacia 2026 con preocupación no significa resignarse. Al contrario: significa entender que el tiempo de las ventajas pasivas terminó. México ya no puede vivir de su geografía ni de su historia manufacturera. Debe competir, convencer y ofrecer condiciones que hagan lógico —no heroico— invertir en su territorio.

El informe de S&P debería leerse en Palacio Nacional, en el Congreso, en los gobiernos estatales y en las cúpulas empresariales como un llamado a la corresponsabilidad. No es una factura política, es un diagnóstico económico. Y los diagnósticos, cuando se atienden a tiempo, pueden evitar enfermedades mayores.

México no está condenado a crecer poco. Pero sí corre el riesgo de hacerlo si confunde estabilidad con inmovilidad, y soberanía con ambigüedad. En un mundo que se reorganiza a gran velocidad, quedarse quieto también es una forma de retroceder. El reto para la presidenta y para el país no es confrontar el dato, sino responder con inteligencia, serenidad y visión de largo plazo. Ahí, y no en el ruido, se juega el verdadero futuro económico de México.

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