El Plan Michoacán contiene una ambiciosa inversión superior a 57,000millones de pesos, equivalente a 3,090 millones de dólares, de los cuales una parte provendrá de inversión mixta, con 12 ejes y más de 100 acciones.

Ha sido pensado como una fina sutura para cerrar la profunda herida que tiene esa entidad tras el asesinato del presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo.

Lo que ocurre allí no es solo un problema de seguridad: es una disputa por el alma misma del Estado mexicano, por definir quién es la autoridad que ostenta el poder más allá de los cargos membretados. En ese contexto, la presentación del Plan Michoacán por la Paz y la Justicia marca un punto de inflexión político y moral. No porque el país no haya escuchado antes promesas de justicia, sino porque, tras el asesinato de Manzo, la urgencia de recuperar la autoridad civil se volvió inaplazable.

El primer paso —y quizá el más difícil— es restituir el control institucional sobre la seguridad. Durante años, Michoacán ha sido un territorio donde el mando del Estado se fragmentó hasta volverse casi simbólico. Hoy operan en esa entidad más de diez cárteles, cada uno con sus brazos locales, sus zonas de influencia y sus reglas no escritas. La llamada “hiperfragmentación criminal” es un dato técnico y es el síntoma de una tierra en disputa, un territorio donde la violencia dejó de ser vertical y se volvió difusa, impredecible, cotidiana.

Por eso, el anuncio de Claudia Sheinbaum sobre un plan integral para Michoacán no puede reducirse a una lista de ejes y cifras. El mensaje de fondo es otro: que la Federación asume la tarea de reconstruir el mando civil, de devolver a las instituciones —y no a los grupos armados— el monopolio legítimo de la fuerza.

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El Plan Michoacán se presenta con una narrativa que será complejo sostener y realizar: “la seguridad se sostiene con justicia”. Esa justicia se enfrenta a los retos de las fiscalías y los tribunales, cuyo ejercicio en la impartición de justicia parece ralentizado por la reforma judicial. Y en efecto, si algo ha demostrado la historia reciente del estado es que la militarización sin desarrollo genera solo más violencia. Michoacán necesita una autoridad civil fuerte, capaz de coordinar, investigar, y sobre todo, de garantizar que la justicia no dependa del grupo que domine una carretera o un municipio. De la mano con la falta de seguridad, las empresas y alternativas para el empleo y la carrera de los más jóvenes se ha ido truncando durante las últimas décadas, dejando como última opción de trabajo servir a los criminales.

Es desgarrador el dato de que el asesino de Manzo quien fue abatido, tuviera 17 años de edad. Desgarrador porque se trata de un adolescente cuyo pasado y destino fueron inciertos, porque no se trataba simplemente de “una mamá que debía educar mejor a sus hijos” como sugirió la nueva presidenta municipal de Uruapan durante el funeral de su marido. Un adolescente sobre el que no hay certeza si hubo reclutamiento forzado o si fue la necesidad y las ganas por trabajar lo que le forzó a aceptar esa encomienda. Un adolescente del que no se sabe si se trataba de la primera muerte o si lo había hecho antes, pero uno que simboliza el fracaso de la política de juventud, la ausencia de la política educativa de inserción laboral y el fracaso de oportunidades para personas en ese rango de edad, que con todo y programas sociales, no encuentran campo o empleo en el que puedan desarrollar sus sueños y potencial, terminando abatidos tras el encargo de matar.

Ante esa realidad, lo después de recuperar el mando civil, entre los 12 ejes y más de 100 acciones debería estar algún plan de movilidad para el empleo juvenil coordinado desde el gobierno para garantizar ofertas de trabajo reales y fiables. Crecer cerca del crimen es una de las grandes tragedias que puede pasar a un niño pues a pesar de la escuela o las pláticas sobre valores y moral, siempre se tendrá cerca una historia mítica de alguien que lo está logrando en la carrera del crimen. Alguien que de vivir comiendo frijoles pasó a tener propiedades, autos, libertad y esas historias que le repiten a los que toman el camino honrado que son unos tontos. Poder salir de los núcleos donde la autoridad criminal se ha convertido hasta en autoridad respetada es básico para que los adolescentes dejen de confiar en aquellos caminos. Resulta valioso que entre las acciones se contemple la ampliación de programas de bienestar hasta inversiones millonarias en infraestructura, educación, salud y producción agrícola. Pero más allá de las cifras, el desafío real será político: desmontar la red paralela de poder que se ha enquistado en el territorio y desmontar el respeto, aspiración o miedo por el que las comunidades los han integrado y respetado. Hoy, en amplias zonas, la autoridad formal coexiste —o compite— con estructuras criminales que cobran cuotas, deciden rutas y administran incluso la “paz” de las comunidades. Administran los empleos, administran a los jóvenes como tropas y las madres se han convertido en productoras de carne de cañón para una guerra no nombrada que no pidieron, de la que no es fácil salir.

Recuperar Michoacán, por tanto, no significa únicamente detener a los generadores de violencia, sino devolverle al Estado su capacidad de gobernar y a las empresas una garantía de poder instalarse, existir y generar oportunidades sin cargar con la extorsión, el cobro de piso, los secuestros, los incendios, los castigos por negarse a colaborar. Y eso exige una operación quirúrgica: inteligencia, coordinación, pero también confianza ciudadana. No habrá paz posible sin la gente, sin los productores extorsionados que hoy viven entre el aguacate y el miedo, sin las mujeres que sostienen las economías locales mientras cuidan a los suyos en medio del fuego cruzado, sin las comunidades indígenas… al Plan Michoacán es un acto de soberanía. Pero en Michoacán, la soberanía se escribe con sangre y si esto no logra erradicar de fondo al crimen, lo que se habrá perdido es la esperanza.