La Guardia Costera de los Estados Unidos ha lanzado la Operación Pacific Viper, y en menos de dos semanas incautó casi seis toneladas de cocaína, detuvo a once narcotraficantes e inhabilitó varias embarcaciones. Todo ello ocurrió en aguas internacionales, pero a escasos kilómetros de las costas mexicanas. El mensaje es contundente: la frontera de Estados Unidos ya no solo está en la línea divisoria de Tijuana o Ciudad Juárez, sino ahora también en las aguas del Océano Pacífico Oriental. Para Donald Trump, la defensa de su país ya se ejerce mar adentro, y empieza de manera unilateral, espontánea y autosuficiente. Sin necesidad de pedir permiso a nadie.

Mientras helicópteros estadounidenses disparaban desde el aire a motores de lanchas rápidas y equipos de abordaje aseguraban cargamentos millonarios, el gobierno de Claudia Sheinbaum tuvo que guardar silencio. No hubo despliegue visible, no hubo coordinación, no hubo estrategia. México quedó reducido a espectador pasivo de una guerra que se libra, como todo indica, en los límites o incluso su propio mar. Lo que en realidad expone Pacific Viper es la absoluta pérdida de paciencia y de confianza de Washington en las Fuerzas Armadas Mexicanas. Trump ya no esperará que MARINA o SEDENA contengan al crimen organizado; simplemente ha decidido que él mismo lo hará.

Pero lo que pocos saben es que este despliegue no se limita a la Guardia Costera. La presencia del USS Sampson, un destructor clase Arleigh Burke con un Law Enforcement Detachment (LEDET) embarcado, cuenta con capacidades de ataque sobre tierra firme. Estos buques no son solo patrullas policiales: llevan misiles Tomahawk con alcance de más de 1,500 kilómetros y sistemas antiaéreos y antisubmarinos de alta precisión. La operación, aunque oficial y públicamente enfocada en interdicción de drogas y tráfico humano, proyecta de facto la capacidad estadounidense de atacar objetivos en tierra dentro de México, Centroamérica o Sudamérica si se ordenara. Es un recordatorio tangible de que la acción de Washington es política y militar a la vez, no sólo policial. Un mensaje de que esta agenda es en efecto de seguridad nacional.

Estamos ante una operación con un profundo trasfondo geopolítico, para quien lo quiera y pueda ver. México se ha proyectado como un Estado incapaz de controlar su litoral, y Estados Unidos se arroga el derecho de hacerlo en su lugar. Con esta jugada, Trump instala la idea de que la seguridad de su país depende de intervenir directamente las rutas del narco, aunque eso implique vulnerar la soberanía mexicana en aire, mar y tierra.

El precedente es claro. Si ya había monitoreo en tierra y aire, hoy el mar ya también está bajo patrullaje estadounidense. El mañana ya está aquí. Si bien nos va, Trump aceptará cooperación activa de la Marina mexicana, o bien, podría ordenar que escalen las incursiones navales hacia un bloqueo de puertos estratégicos. Otro paso natural será ampliar a más cárteles como organizaciones terroristas, con lo cual la puerta quedará abierta a operaciones terrestres de fuerzas especiales o ataques quirúrgicos de drones artillados determinados por los llamados targeters de la CIA bajo la justificación de proteger la seguridad nacional de Estados Unidos.

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Para México, Pacific Viper revela y representa un vacío de poder que no puede ocultarse con discursos. Un gobierno que no controla sus costas y sus mares no controla nada. Y para la oposición representa una oportunidad ineludible: es la prueba irrefutable del fracaso de la 4T en materia de seguridad. Quien aspire a gobernar debe hablar claro: la única salida realista es una alianza estratégica con Estados Unidos, que reconozca la dimensión hemisférica del problema y que evite que Trump siga actuando solo. De lo contrario, el país quedará a merced de decisiones unilaterales que cada día avanzarán más sobre nuestra soberanía.

En el fondo, Pacific Viper no es sólo un operativo naval: es la fotografía del presente y el comienzo del futuro. Un México debilitado, sin control sobre sus mares, y un Estados Unidos que ya decidió que puede y llenar ese vacío. Ante esta realidad, la conclusión política es inevitable: mientras el actual gobierno se hunde en la pasividad, el verdadero debate no es si Washington actuará, sino si México tendrá voz propia cuando lo haga de manera más sistemática y patente debe.