La reforma judicial ha sido quizás una de las más antidemocráticas decisiones tomadas en la historia del México contemporáneo. Por un lado, no solamente se hizo mediante un fraude constitucional perpetrado por la mayoría legislativa y avalado por el Tribunal Electoral, sino también ha supuesto la destrucción del orden legal marcado por la división de poderes.
A estos elementos debe añadirse uno más: el ataque contra el federalismo; entendido éste como el pacto constitucional mediante el cual la Federación y los estados conviven por medio de la distribución de competencias.
La reforma judicial ha impuesto también el desmantelamiento de los poderes judiciales locales. No contento con eliminar a los jueces federales, el Congreso de la Unión, en un acto arbitrario, implantó leyes y lineamientos que deberían haber sido, de acuerdo al pacto federal, prerrogativas de las entidades.
¿Por qué debe decidirse desde el centro las formas, procedimientos y reglamentos de selección de los jueces que verán casos del orden familiar, penal u otras materias que deben estar regidas por las constituciones locales?
En adición, el lector seguramente recordará, la cláusula de supremacía constitucional, idea y obra de la mayoría morenista, impide que cualquier actor, incluidas las entidades federativas, presenten acciones de inconstitucionalidad ante actos presuntamente violatorios de la soberanía de los estados.
En otras palabras, se ha obligado mediante la reforma a todas las entidades federativas a que se sujeten a seguir las normas emanadas desde el Congreso de la Unión en materia de designación y elección de sus propios jueces y magistrados.
Si bien puede argumentarse con razón que la reforma constitucional contó con la obligatoria aprobación de los congresos estatales para ser promulgada, ha sido bien informado que los congresistas locales ni siquiera llevaron a cabo consultas con barras de abogados o con la opinión pública local antes de validar la impostura llegada desde la Federación.
En suma, las entidades federativas han sido cómplices de su propia vejación. Sin embargo, también es verdadero que el federalismo mexicano no es más que un concepto abstracto inútilmente plasmado en la Carta Magna. En realidad, derivado de la paupérrima independencia de la mayoría de las entidades, el centro, y en particular, la presidente de la República continúa dirigiendo los destinos de los estados.