En agosto de 2025, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) publicó los primeros resultados de la medición de pobreza que anteriormente realizaba el Coneval. Un cambio que no es meramente administrativo: implica un replanteamiento metodológico que afecta la comparabilidad histórica y la forma en que entendemos la pobreza en México. Las cifras revelan que millones de mexicanos continúan enfrentando carencias extremas y moderadas, y que, a pesar de ciertas mejoras marginales en ingresos, las brechas en educación, salud, vivienda y servicios básicos persisten.
Lo curioso es el contexto en el que se publican estos datos. Entre titulares sobre pobreza y desigualdad, las noticias más comentadas en los últimos días son las excentricidades de líderes políticos. Esta yuxtaposición parece salida de un relato de realismo mágico: un país donde la pobreza y la desigualdad son cifras frías y concretas, mientras la élite política se mueve en un universo paralelo de terrazas soleadas y selfies perfectamente encuadradas.
Desde la perspectiva de la economía del desarrollo, este contraste no es trivial. Amartya Sen nos enseñó que la pobreza no se mide únicamente por ingresos: depende de capacidades y oportunidades. Tener un ingreso ligeramente mayor no significa tener acceso real a educación de calidad, salud o una vivienda digna. Los datos del INEGI reflejan que, aunque algunos hogares han incrementado sus ingresos, estas mejoras no siempre se traducen en bienestar efectivo. La desigualdad estructural sigue vigente, y las brechas regionales permanecen profundas; El cambio metodológico también introduce un desafío técnico: Coneval ofrecía series históricas consistentes que permitían evaluar tendencias y proyectar políticas públicas. Ahora, con INEGI a la cabeza, será necesario recalibrar modelos y aproximaciones analíticas para interpretar correctamente los datos. Esto importa, porque la asignación de recursos y la focalización de programas sociales dependerán de estas cifras. En otras palabras, las decisiones que afectan directamente a millones de ciudadanos se basarán en estadísticas que, aunque más recientes, podrían alterar la percepción de tendencias y necesidades.
En paralelo, el escenario político genera una tensión notable: mientras la pobreza se mantiene como un problema estructural, figuras políticas prominentes aprovechan para mostrar “poder o cercanía internacional” que se contrastan con la cruda realidad de millones de hogares mexicanos. Esta paradoja es una metáfora perfecta de lo que podríamos llamar el “México mágico”: un país donde los problemas estructurales conviven con símbolos de poder y entretenimiento político que parecen ajenos a la vida cotidiana.
Desde un enfoque macroeconómico, los datos del INEGI permiten discutir implicaciones más amplias. La pobreza y la desigualdad no solo son problemas sociales; afectan directamente el crecimiento económico potencial, la productividad y la cohesión social. La literatura económica nos enseña que altos niveles de desigualdad y pobreza pueden limitar la movilidad social, reducir el capital humano y aumentar los riesgos de inestabilidad política. En este sentido, las cifras recientes no son solo un diagnóstico: son una llamada de alerta sobre la necesidad de políticas públicas efectivas, focalizadas y sostenibles.
El cambio del Coneval al INEGI también plantea oportunidades. La nueva metodología puede ofrecer una perspectiva más ágil, con indicadores más cercanos a la realidad cotidiana. Esto, combinado con herramientas de análisis estadístico moderno y big data, podría permitir un monitoreo más dinámico de la pobreza y un diseño de políticas más reactivo y eficiente. Sin embargo, la clave no está solo en la medición: está en la interpretación crítica y en la acción concreta que sigan los resultados.
La sátira implícita de este escenario no debe oscurecer la urgencia del problema. Mientras algunos disfrutan de ciertas extravagancias, millones de mexicanos enfrentan carencias que limitan su desarrollo humano y económico. Esta disonancia pone de relieve la necesidad de que la política y la economía se articulen en función de resultados tangibles: reducir la pobreza, mejorar la educación, garantizar salud y servicios básicos, y fortalecer la equidad territorial.



En última instancia, el mensaje es claro: los datos del INEGI no son solo números. Son un espejo que refleja la desigualdad persistente de México, un instrumento para diseñar políticas públicas más efectivas que generen realmente una movilidad social y un recordatorio de que la pobreza es un problema estructural que exige atención constante. La verdadera magia sería traducir estos números en bienestar real, cerrar brechas históricas y construir un país donde la realidad de millones de hogares no dependa de contrastes irónicos.
En mi opinión, México está en un momento decisivo: los indicadores están disponibles, los recursos existen, y la capacidad analítica también. La pregunta que debemos hacernos es si habrá voluntad política y social para actuar de manera efectiva, o si seguiremos midiendo la pobreza mientras la élite disfruta de un México mágico que solo existe en las redes sociales.