Durante años, el chavismo ha hecho del antiamericanismo su fuente de legitimidad. En los discursos de Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, Estados Unidos ha sido el enemigo absoluto: “el imperio que roba nuestros recursos”, “la bota yanqui que oprime a los pueblos libres”. Pero el reciente ofrecimiento de Maduro —entregar petróleo y otros recursos a Washington para “acabar el conflicto” y normalizar relaciones—, desnuda lo que esa retórica siempre ocultó: el soberanismo de conveniencia es solo otra forma de dependencia.
El gesto no es menor. La revolución bolivariana, que juró liberar a Venezuela del capitalismo norteamericano, termina rogando por contratos con las mismas empresas que antes calificaba de expoliadoras. Lo que ayer fue “traición a la patria” es hoy “pragmatismo económico”. La dignidad, que en su narrativa era bandera, se convierte en mercancía política.
En realidad, el chavismo no es el primero en recorrer este camino. Todos los populismos que se construyen sobre el resentimiento hacia el extranjero terminan, tarde o temprano, rehenes de su propio discurso. El chauvinismo político sirve para consolidar poder interno, pero deja a los gobiernos sin margen de maniobra cuando deben negociar con el mundo real.
Y cuando lo hacen, la contradicción se hace evidente: los mismos líderes que gritaban “¡fuera el imperio!” terminan pidiendo oxígeno económico a las embajadas de Washington.
El problema no es el pragmatismo —toda nación tiene derecho a redefinir su política exterior—, sino la simulación. Maduro, que acusó a los empresarios venezolanos de “servir al imperialismo”, ahora se presenta como mediador de intereses energéticos norteamericanos. Cabello, que juró que “ni una gota de petróleo será para el imperio”, aplaude discretamente el retorno de las firmas estadounidenses a los campos de la Faja del Orinoco.
Esta paradoja tiene un eco que resuena más allá de Caracas. En México, la llamada Cuarta Transformación ha cultivado un discurso soberanista de inspiración similar: autonomía energética, independencia tecnológica y rechazo a la injerencia extranjera. Pero el caso venezolano muestra el riesgo de esa retórica cuando se lleva al extremo: cuando el nacionalismo se convierte en relato de pureza moral, la realidad termina desmintiéndolo.
Si el gobierno mexicano insiste en una política de aislamiento simbólico frente a Estados Unidos, mientras su economía, comercio y estabilidad dependen profundamente del mercado norteamericano, puede quedar atrapado en el mismo dilema. La “dignidad nacional” se desgasta cuando el discurso no encuentra respaldo en resultados tangibles.
La lección venezolana es clara: la soberanía no se declama, se ejerce. Y se ejerce mejor desde la fortaleza institucional, no desde el dogma ideológico. Cuando un gobierno confunde soberanía con confrontación, termina cediendo mucho más de lo que jamás imaginó.
Maduro ofreció a Estados Unidos el petróleo que decía defender del “imperio”. Lo hizo en nombre de la paz, pero en realidad lo hizo para conservar el poder. En ese espejo, otros gobiernos latinoamericanos deberían mirarse con atención: el antiamericanismo discursivo puede ser rentable en la plaza pública, pero es devastador cuando la economía exige acuerdos reales.
Los soberanistas que pierden la dignidad por preservar el poder no son guardianes de la patria: son custodios de su propia retórica. Cuando el populismo nacionalista se enfrenta a los límites de la economía global, lo único que le queda por entregar —además del petróleo— es la coherencia moral.