El primer informe de gobierno de Claudia Sheinbaum no solo marcó un punto de partida en su administración: fue también un mensaje crudo, visual, perfectamente calculado. No se necesitó una palabra para entenderlo. Bastó mirar las imágenes.

Ahí estaban, detrás de las vallas, en tercera o cuarta fila, algunos de los hombres más cercanos a López Obrador durante los últimos años. Personajes que hace poco caminaban por la alfombra principal del obradorismo, convertidos ahora en espectadores desde el corralito de los exilados simbólicos. No los borraron del mapa —todavía—, pero los colocaron exactamente donde la presidenta quiso que estuvieran: lejos de los reflectores, visibles pero contenidos.

Y si alguien duda del poder de los gestos, que recuerde esto: en política, el acomodo de las sillas dice más que mil discursos. El protocolo es semiótica pura. El que aparece junto a la presidenta, brilla; el que queda al fondo, se desvanece. Es la gramática del poder en su forma más cínica.

De los templos a los corrales

Durante años, el obradorismo fue una iglesia con varios santos menores. Cada quien tenía su altar, su grupo de feligreses y su cuota de poder. Pero el primer informe de Sheinbaum vino a mover las imágenes y a cerrar capillas.

A unos los reubicaron discretamente; a otros, los confinaron tras las vallas. Y no fue casualidad. Fue una escenografía pensada para proyectar orden, disciplina y distancia, respecto a los viejos escándalos.

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¿Recuerdan a esos que, hasta hace poco, presumían su cercanía con “ya saben quién”?

Pues ahí estaban, como alumnos castigados viendo desde el rincón el acto cívico, mientras los nuevos apóstoles de la 4T ocupaban las primeras filas.

El mensaje fue directo: el obradorismo ya no es una cofradía sentimental. Es una maquinaria con nueva jefa, nuevos códigos y, sobre todo, nueva lista de prioridades.

Dejar ver, pero no dejar pasar

Algunos interpretaron el “relegamiento” como una humillación. Pero sería ingenuo verlo así. Lo que Sheinbaum hizo fue un acto quirúrgico de comunicación política.

No los excluyó del todo —porque hacerlo sería provocar abiertamente al viejo liderazgo—, pero los colocó en una zona controlada.

Es decir: visibles, pero neutralizados.

El corralito no solo fue físico, sino simbólico. Una manera de decir: “los reconozco, pero ya no los necesito”. Una especie de cuarentena política para quienes, cargando escándalos o pasados incómodos, pueden infectar la narrativa de pureza que busca construir la nueva administración.

Y todo esto, sin tener que decir una sola palabra. Bastó una valla metálica y una cámara de televisión.

En la política mexicana, la distancia es el nuevo castigo. Antes se exiliaba; hoy, se encapsula.

El rumor del manotazo

Y claro, los relegados no se quedaron quietos.

Hay versiones periodísticas que dicen que Adán Augusto López intenta convencer al propio López Obrador de reaparecer públicamente. Un regreso simbólico, una especie de “manotazo en la mesa” para recordarle a la presidenta quién fundó la casa.

Si eso ocurre, no sería un gesto de nostalgia: sería una advertencia visual.

Porque en esta batalla, los discursos sobran; lo que se disputa es el poder de la imagen.

La foto de un López Obrador reapareciendo junto a Adán Augusto sería un misil simbólico.

Una manera de decirle a Sheinbaum: “tú podrás ser la presidenta, pero el movimiento sigue teniendo padre”.

Pero ojo: ese juego es peligroso. Si AMLO reaparece como sombra tutelar para imponer disciplina, arriesga la imagen de retiro digno que intentó construir. Si se mantiene ausente, deja el campo libre para que Sheinbaum reescriba la narrativa del obradorismo sin consultarle. De cualquier modo, el resultado será el mismo: el mito fundacional se está erosionando.

Cuando el silencio es ruido

En el obradorismo, el silencio de los viejos cuadros pesa más que las palabras.

Hasta hace poco, cada movimiento de Adán Augusto, Monreal o incluso Bartlett generaba titulares. Hoy, apenas si aparecen en las crónicas del fondo.

Y ese desplazamiento —ese descenso en el orden simbólico del poder— duele más que cualquier regaño público.

Lo más interesante es cómo reaccionan. Los desplazados tratan de reciclar su capital político: reaparecen en entrevistas, se victimizan (“nos marginan”), o tratan de reconstruir una narrativa heroica: la del leal que no se vendió al nuevo orden.

Pero la política mexicana es ingrata: nadie recuerda a los relegados.

En cuanto las cámaras cambian de ángulo, dejan de existir.

El reacomodo del relato

Sheinbaum está construyendo su propio relato: el de la continuidad disciplinada, sin los excesos del culto personalista. Su puesta en escena en el informe buscó justamente eso: romper con la liturgia del obradorismo emocional y reemplazarla por una política de orden y racionalidad. El viejo obradorismo era místico; el nuevo quiere ser institucional.

Pero ese cambio no se logra con decretos, sino con símbolos.

Y los símbolos ya están en marcha: nuevas caras en primera fila, nuevas alianzas, nuevos énfasis discursivos. El obradorismo histórico —el de la épica y la plaza pública— está siendo sustituido por el sheinbaumismo de gabinete: más técnico, más jerarquizado, menos sentimental.

¿Revolución o burocratización del movimiento? Tal vez ambas cosas.

Lo que es claro es que el proyecto ya no es un coro: es un solista.

El poder también se escenifica

Al final, todo esto —las vallas, las filas, los silencios— forman parte del teatro del poder.

Cada gobierno, cuando quiere consolidarse, reordena su elenco.

A los que suman, los pone en foco; a los que restan, los coloca en penumbra.

Y quien crea que eso es simple protocolo no entiende de política: la escenografía también gobierna.

El primer informe de Sheinbaum no fue solo un recuento de logros: fue un acto de reconfiguración simbólica.

Una ceremonia donde se midió quién está dentro, quién está en observación y quién ya está afuera. Los aplausos fueron la música; las sillas, el mensaje.

Epílogo: los nuevos rostros del poder

En la política mexicana, nada es casual. Las vallas no eran vallas: eran límites.

Las filas no eran asientos: eran jerarquías. Y los silencios no fueron omisiones: fueron sentencias.

Sheinbaum está definiendo un nuevo mapa del poder, y lo hace con la misma frialdad quirúrgica con que una científica acomoda tubos de ensayo. Cada quien en su sitio.

Los fieles, adelante; los sospechosos, al corralito; los caídos en desgracia, al olvido.

Y si a alguno le parece injusto, que recuerde que el obradorismo fue siempre un credo que predicaba la lealtad… Pero solo hacia arriba. El día que el sol dejó de ser López Obrador, muchos descubrieron que estaban orbitando en la oscuridad.

X: @Renegado_L