Hablemos de justicia climática. El día de ayer, Donald Trump y Elon Musk protagonizaron una lucha de egos que tiene de fondo, según Grok, el proyecto de ley fiscal conocido como “Big Beautiful Bill”, que contempla recortes fiscales, aumento del gasto en defensa y medidas migratorias estrictas, pero Musk argumenta que incrementaría el déficit presupuestario de EU en hasta 4 billones de dólares en una década, lo que contradice los objetivos de reducción de gasto que él promovía como líder del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE). Musk afirmó que el proyecto socavaba su trabajo en DOGE, donde buscaba recortar el gasto federal, sin embargo, específicamente este proyecto golpea sus intereses al eliminar créditos e incentivos fiscales para vehículos eléctricos, lo que afectaría directamente a Tesla, la empresa de Musk, que tras el conflicto cerró con un desplome de 17% en sus acciones.
Según analistas, esto podría costarle a Tesla hasta 1,200 millones de dólares anuales en beneficios. Además, Trump amenazó con cancelar contratos y subsidios gubernamentales a empresas de Musk, como SpaceX y Starlink, lo que intensificó el conflicto. Elon Musk encima de eso, utilizó en su defensa la protesta de organizaciones que combaten el calentamiento global y el cambio climático mientras paradójicamente, es uno de los magnates que mayor contaminación genera al mundo en sus operaciones espaciales y en el desarrollo de inteligencia artificial, como la mismísima Grok, que es la IA de X.
Cada vez que hablamos de cambio climático, nos topamos con una verdad indignante: los países más pobres enfrentan las peores consecuencias de una crisis que no provocaron, en tanto que la contaminación generada por los más ricos nunca les alcanza pues tanto en huracanes como en el recrudecimiento de fenómenos naturales, son los más vulnerables los que pierden el patrimonio, calles, escuelas y hasta la vida.
Esta semana, la ONU reveló un dato alarmante: las emisiones indirectas de carbono de cuatro de las principales empresas tecnológicas centradas en inteligencia artificial —Amazon, Microsoft, Alphabet y Meta— crecieron en promedio un 150% entre 2020 y 2023. Este incremento responde directamente al descomunal consumo energético que requieren los centros de datos para operar algoritmos de IA las 24 horas del día. Según el informe de la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT), Amazon aumentó sus emisiones operativas en un 182%, Microsoft en un 155%, Meta en un 145% y Alphabet en un 138%. Todo esto, mientras siguen presentándose al mundo como empresas verdes, comprometidas con la sostenibilidad.
Y aquí en México, Microsoft anunció en mayo de 2024 la instalación de su primera región de centros de datos en el país, ubicada en Querétaro, como parte de su plan para impulsar la transformación digital nacional. Esta región promete servicios en la nube altamente disponibles y seguros, y se estima que generará más de 300 mil empleos en distintas industrias. También se proyectan más de 70 mil millones de dólares en ingresos globales adicionales en los próximos cuatro años, según el estudio “Mexico Microsoft Cloud Dividend” de IDC. Pero, ¿a qué costo? ¿Dónde queda el balance ambiental en esta ecuación?
La sequía histórica que vive México, con más del 80% del territorio nacional afectado por estrés hídrico —y más de la mitad de las presas por debajo del 25% de su capacidad— no es una anomalía aislada, sino el resultado estructural de un modelo global que sacrifica al sur para sostener el ritmo del norte.
Los centros de datos consumen cantidades colosales de energía, agua y recursos naturales para mantenerse operativos. Solo el enfriamiento de estos sistemas requiere sistemas complejos de calefacción y refrigeración, que generan emisiones indirectas —como aquellas derivadas del uso de electricidad o vapor comprados— y que han sido el principal factor del aumento de contaminantes en estas empresas. Y si bien las compañías afirman estar “transitando” hacia soluciones más limpias, como la refrigeración líquida o el uso de energías renovables, los datos muestran que las emisiones no disminuyen: crecen aceleradamente.
Se estima que, si no se regula el avance desmedido de la IA, las emisiones anuales de los sistemas de IA más contaminantes podrían alcanzar hasta 102.6 millones de toneladas de CO₂ equivalente. ¿Y quién pagará esa deuda ecológica? Nosotros.
Porque mientras estas corporaciones digitales obtienen beneficios estratosféricos y continúan expandiéndose en países como el nuestro, la presión sobre nuestra infraestructura energética y nuestros ecosistemas será insostenible. Y lo más preocupante es que no existen aún mecanismos internacionales vinculantes que obliguen a estas compañías a compensar los daños ambientales causados en los países donde operan. ¿Cómo van a reparar el daño que están provocando? ¿Con más discursos sobre “transición verde” mientras nos secan los acuíferos o a una guerra de tuitazos?
Hoy más que nunca, debemos exigir que el desarrollo tecnológico no sea sinónimo de extractivismo ambiental disfrazado de progreso. Necesitamos leyes nacionales y tratados internacionales que regulen la huella ambiental de la inteligencia artificial. No podemos seguir permitiendo que, por cada algoritmo más eficiente, perdamos un río, un bosque, una vida.
Porque mientras ellos suben a la nube, nosotros seguimos bajando al pozo seco. Ojalá que esta crisis no solo sea una caída de la perversa alianza tecnopoderosa sino que se traduzca a un debate serio sobre el impacto ambiental real de la IA, que no se soluciona con incentivos para autos eléctricos. Un impacto global con sede en Estados Unidos que necesita ser medido en términos fiscales y económicos pues realmente, a ningún país le conviene las consecuencias de tener un mundo cada vez menos habitable.