En una de las elecciones más cerradas de la historia moderna de México, Felipe Calderón ganó la presidencia por apenas un margen mínimo del 0.56%. Dos mil seis marcó un parteaguas no solo en la política nacional, sino en el modelo democrático regional.
El mundo entraba en una etapa de crisis democrática, caracterizada por el ascenso de gobiernos populistas, algunos con vínculos con el crimen organizado, especialmente en América Latina.
La guerra contra el narco
Aunque mucho se ha debatido sobre las motivaciones detrás de la llamada “guerra contra el narcotráfico”, una de las narrativas más difundidas, particularmente por líderes del PRI como Manlio Fabio Beltrones y el propio López Obrador, señala que, ante lo cerrado de su triunfo, Calderón necesitaba una estrategia de fuerza para legitimarse en el poder.
Esta versión lo compara con Carlos Salinas de Gortari, quien tras llegar a la presidencia en 1988 con serias dudas sobre la legalidad del proceso electoral y el fraude cometido por Manuel Bartlett, consolidó su poder encarcelando a líderes sindicales como Joaquín Hernández Galicia “La Quina” y Carlos Jonguitud Barrios.
El Cartel de Sinaloa
Sin embargo, lo que Felipe Calderón buscaba, era detener a los Zetas, a la Familia Michoacana y a otros grupos en beneficio del Cártel de Sinaloa, porque percibía la posibilidad de negociar con este grupo delictivo. Misma estrategia después adoptada por López Obrador, aunque otorgando una libertad que hoy se paga con crimen y sangre por todo el territorio nacional.
Resulta complicado determinar las dimensiones de la guerra contra el narcotráfico, cuando el sistema financiero depende en gran parte de ella. Es un negocio totalmente rentable, que los Estados Unidos siempre han controlado y ahora, con las casas de bolsa y políticos mexicanos señalados, cabe la pregunta de si con esta guerra realmente se quiere solucionar o simplemente administrar el problema, como en su momento intentó Felipe Calderón.
Militarización
Más allá de la búsqueda de legitimidad, la violencia, la impunidad y el poder territorial que habían adquirido los cárteles eran una amenaza real para el Estado mexicano. En algunos casos, los grupos criminales superaban en capacidad de fuego y control social a las autoridades locales.
La decisión de Calderón de militarizar la seguridad pública urgió como medida de contención frente al avance del narco y la infiltración de instituciones.
El objetivo inicial no era político, sino la respuesta del Estado para frenar la captura institucional por parte del crimen organizado: buscaba evitar que México se convirtiera en un narco Estado.
A más de una década, han surgido nuevos elementos que reconfiguran el debate. En los juicios de Jesús “El Rey” Zambada, Sergio Villarreal Barragán “El Grande” y Edgar Valdez Villarreal “La Barbie”, se dieron a conocer testimonios sobre apoyos financieros del crimen organizado a la campaña presidencial de López Obrador en 2006, algunos de los cuales, fueron rendidos ante la entonces Procuraduría General de la República (PGR).
Contención y consolidación, dos caras de la moneda
En retrospectiva, la decisión de Calderón puede entenderse como un intento por contener el riesgo y, si bien la estrategia fue ampliamente criticada por la violencia que generó y la falta de fortalecimiento institucional paralelo, también es cierto que postergó por al menos una década el avance del crimen en las estructuras del poder público.
Con la llegada de López Obrador en 2018, la política de “abrazos, no balazos” significó un giro permisivo frente al crimen organizado. Esta postura, sumada a una creciente violencia y control territorial del narco, ha llevado a diversos sectores a señalar que México transita hacia un modelo de narco Estado.
Vimos al expresidente con la madre del narcotraficante más buscado en el mundo, lo vimos dar marcha atrás al operativo en que el hijo de “El Chapo” fue detenido y, al menos 14 gobernadores de extracción morenista, tienen señalamientos judiciales por presuntos vínculos con el crimen organizado.
Este fenómeno no es aislado
Los aliados ideológicos y políticos del expresidente López Obrador: Nicolás Maduro, Gustavo Petro, Pedro Castillo, Evo Morales, Daniel Ortega y Juan Orlando Hernández, tienen graves señalamientos por corrupción, autoritarismo o vínculos con el crimen organizado.
Considerando este marco regional, la política de seguridad de Calderón adquiere una nueva dimensión: se cae la narrativa de que el panista declaró la guerra al narcotráfico únicamente para legitimarse políticamente.
Más allá de los errores de ejecución, su decisión fue la respuesta a una amenaza real, y en muchos sentidos, la última barrera que impidió que México cayera bajo el control del crimen organizado.
A la luz de los hechos actuales, su estrategia cobra una relevancia que merece una revisión que aportará mucho a la reconfiguración de los partidos políticos y frente a la recuperación de las instituciones del Estado republicano.
X: @diaz_manuel