La política no es espectáculo ni fatalidad: es un oficio serio, ético y humano. Las sociedades exitosas tienen líderes con carácter, buen juicio y método; líderes que generan valor público, no solo likes en sus redes.

Cada día, un líder —un alcalde, un director de escuela, un jefe de policía, un secretario, un empresario— toma decisiones que cambian el destino de otras personas. A veces basta un tuit para incendiar la conversación pública; otras, una decisión silenciosa corrige una injusticia y nadie la aplaude.

La ética no es un lujo teórico: es una herramienta práctica para orientar el poder hacia el bien común. Lo he visto en la administración pública y en la empresa: cuando la ética falta, el poder destruye; cuando la ética manda, el poder edifica.

Hoy mezclamos el escepticismo con los mitos: “la política es corrupción”, “todos son iguales”, “nada cambia”. Entiendo ese desencanto. Pero no lo acepto como destino. La política, ejercida correctamente, es el arte de crear un orden social justo. Si hoy muchos la miran con desprecio es, en parte, porque la confundimos con espectáculo. El liderazgo se mide por el valor público que genera, no por la cantidad de reflectores que atrae.

Gobernar no es mandar: es entender y servir. La política es una disciplina que requiere método, datos, inteligencia colectiva. El poder revela lo que somos: no cambia a los líderes; pero sí los desnuda. Si una brújula está dañada, el cargo no la arregla; solo amplifica el problema.

Las columnas más leídas de hoy

Carácter: la condición no negociable

Un líder no se define por el cargo, sino por el carácter. Eso no aparece en campañas ni en encuestas. Pero en las crisis es lo único que sostiene al líder. El carácter se forja en decisiones pequeñas y constantes: elegir lo correcto cuando nadie mira; rectificar cuando te equivocas; resistir la tentación del aplauso fácil. Un líder sin ética puede administrar, pero nunca transformará.

¿Cuál es ese “inventario moral” del liderazgo público? Creo que hay tres virtudes prácticas:

  1. Prudencia: sabiduría para leer contexto, tiempos y consecuencias. No es cobardía; es medir antes de actuar.
  2. Responsabilidad: gobernar es decidir hoy de modo que todavía puedas decidir mañana. Evitar la jugada espectacular que te deja sin salida.
  3. Inteligencia emocional: escuchar, contener, preguntar, leer el ánimo social. La técnica sin empatía fracasa; la empatía sin técnica engaña.

El liderazgo no es una pasarela. La política convertida en espectáculo degrada la conversación nacional. El estadista piensa con responsabilidad en las próximas generaciones.

La decencia como forma de resistencia

Se dirá que la palabra “decencia” suena anticuada. Yo creo que es revolucionaria. Decencia es tratar con respeto incluso al adversario; usar el poder sin humillar; cuidar la palabra pública porque construye o destruye confianza. Un liderazgo decente rinde cuentas, reconoce errores y evita el doble discurso. No es blandura; es fuerza contenida.

La decencia se nota, sobre todo, en cómo tratas a quienes no te aplauden. En el lenguaje que eliges. En el foro que abres. En si permites que una crítica válida mejore una política. Un país que normaliza la grosería desde el poder acaba erosionando su democracia.

El liderazgo exitoso combina tres modos de pensar:

  1. Analítico: para entender la complejidad y ordenar la información.
  2. Político: para negociar, construir coaliciones y transformar ideas en hechos.
  3. Soberano: para mirar el país entero y el largo plazo por encima del ciclo de la próxima encuesta.

Esa síntesis se traduce en una convicción: liderar es servir, no servirse. No basta con querer el bien; hay que saber hacerlo posible.

Seis rasgos del liderazgo efectivo

A partir de mi experiencia en el gobierno federal, estatal, el congreso y el sector privado, resumo seis rasgos que separan al líder del mero administrador:

1) Buen juicio. No es solo acertar; es leer el tiempo, calibrar riesgos, preguntarse a quién beneficia una decisión y con qué costo. El juicio se entrena: es la distancia de la inmediatez, contraste de perspectivas, humildad para corregir.

2) Pensamiento estratégico con ejecución. La buena intención sin plan frustra. El idealismo sin pragmatismo se convierte en retórica. Estrategia es priorizar lo que mueve la aguja, traducirlo en políticas, medir y ajustar.

3) Mentalidad de fundador. Con el crecimiento llega la burocracia y se pierde el propósito. En gobierno, ese “síndrome de la complejidad” mata resultados. Mantener urgencia, foco y cercanía con la gente es indispensable.

4) Curiosidad intelectual. El líder que deja de aprender deja de servir. Escuchar voces distintas, desaprender esquemas caducos, actualizarse en economía, tecnología y políticas públicas no es vanidad, es supervivencia institucional.

5) Construcción de equipos. Gobernar bien es trabajo de muchos. Los silos matan. El líder convoca talento, delega, crea confianza, forma nuevos liderazgos y elimina ambientes tóxicos. El legado no es una obra, es la gente.

6) Fortaleza emocional. En la crisis —pandemia, desastre, violencia— la comunidad necesita templanza. No frialdad técnica, sino serenidad con humanidad. Decir “no tengo todas las respuestas, pero aquí estoy” genera más legitimidad que cualquier eslogan.

Decidir mejor con método, no con ocurrencias

Gobernar es cosa seria; decidir con responsabilidad entre ruido, urgencia y presiones. Eso no se improvisa. Se construye un modelo de decisiones que combine evidencia, deliberación y criterio. He visto dos trampas: el análisis interminable que paraliza y el impulso que atropella.

El camino correcto requiere método y disciplina:

  1. Flexibilidad mental y emocional para leer la situación: intervenir y conducir, hacer preguntas y observar, generar empatía y cohesión, hacer pausa consciente antes de responder.
  2. Inteligencia cuantitativa: datos sí, pero al servicio de la pregunta correcta. La sobreinformación confunde tanto como la ignorancia.
  3. Pensamiento sistémico: ver el bosque, no solo el árbol. Las políticas bien intencionadas fallan por efectos no previstos. Senge dice bien: “Los problemas de hoy vienen de las soluciones de ayer”.

Las preguntas incómodas que todo líder debe hacerse frente a una decisión importante: ¿Qué no estoy viendo? ¿A quién no he escuchado? ¿Qué sesgo me domina? ¿Esta decisión construye un bien colectivo aunque sea impopular? ¿Cómo haré reversible un error si me equivoco? Los buenos procesos permiten corregir sin destruir.

Cuidado con el “sesgo de confirmación” (escuchar solo a quienes nos dan la razón) y con el “pensamiento de rebaño” (decidir por miedo a la disonancia). Por eso hay que rodearse de gente que pueda decir: “te estás equivocando”. Adam Grant lo explica bien: crear entornos que favorezcan el replanteamiento. La fortaleza de un gobierno no es su unanimidad, es su capacidad de aprender en público.

Liderar con rumbo: visión, proceso y ciudadano al centro

Un gobierno sin estructura decide por humor o conveniencia electoral. La improvisación sirve en campaña; en la administración estorba. Liderar con rumbo es tener una visión clara, un proceso deliberativo y una conexión real con la ciudadanía.

Un equipo de gobierno eficaz evita fuegos artificiales y construye confianza: aprende a ver desde múltiples lentes; a definir un proceso de toma de decisiones; a cuidarse de las emociones; a tener claridad de hacia dónde vamos.

A esto sumo el diseño centrado en el ciudadano. No se gobierna desde el escritorio. Se gobierna caminando por los mercados y barrios, escuchando a la gente que vive los problemas. El diseño no es algo cosmético; es ética aplicada: obliga a mirar desde la experiencia del otro y a ajustar la política a su realidad.

Vivimos la era de los datos. Antes de hacer masiva una política, probemos, ajustemos, midamos. La tecnología ayuda, pero no sustituye el juicio. Los tableros no gobiernan solos. No hay liderazgo sin conexión emocional; sin respeto no hay legitimidad; y sin legitimidad no hay rumbo posible.

A los jóvenes: exigencia y responsabilidad

Muchos jóvenes me preguntan si todavía vale la pena creer en la política. Mi respuesta es sí, siempre y cuando la entendamos como servicio guiado por principios y conocimiento. No se trata de resignarnos al cinismo ni de caer en la ingenuidad. Se trata de profesionalizar la política: estudiar, compararnos con los mejores, exigir resultados, formar equipos diversos, hablar con evidencia, escuchar con humildad.

El liderazgo que transforma es el que convoca, no el que impone; el que piensa a largo plazo, no el que administra la coyuntura; el que crea valor público, no el que cultiva la vanidad.

Nuestra sociedad no necesita superhéroes ni profetas. Necesita mujeres y hombres con buen juicio, decencia, método; gente capaz de escuchar y decidir, de inspirar y ejecutar. Si recuperamos el carácter como centro del liderazgo, si profesionalizamos la toma de decisiones, si devolvemos la política a su propósito —servir a la gente—, entonces sí podremos mirar a los ojos a la próxima generación y decir: dejamos el país mejor que como lo recibimos.

Javier Treviño es autor del libro Silos, celos y círculos íntimos: México necesita líderes como tú. En https://a.co/d/dAw7O17

X: @javier_trevino