La presidenta Claudia Sheinbaum decidió dar una batalla compleja: una reforma electoral en medio de distintas crisis de legitimidad. A ella no la manchan directamente, pero sí la rodean las paradojas de forma y fondo de un partido que dice que recortar el gasto de los políticos es fundamental, mientras encabeza la lista de los que más recursos reciben y de los que más escándalos protagonizan: desde los relojes de lujo y cuestionamientos por “La Barredora” de Adán Augusto hasta las empresas y viajes del hijo de Andrés Manuel.

El mandato de la austeridad parece haberse impuesto en lo público pero ignorado en lo privado. En hospitales o carreteras no se puede gastar por el riesgo del despilfarro, pero en vacaciones familiares, relojes exclusivos o closets que presumen orgullosamente diputadas como “Dato protegido”, ahí sí no hay límite.

La propuesta de eliminar a los legisladores plurinominales se plantea como un ahorro. Pero la trampa está en que cualquier dirigente de partido que no fue votado puede gastar millones en viajes, viáticos y lujos, mientras que los plurinominales tenían un objetivo claro: darle representación a las minorías políticas que no alcanzaban mayoría, pero que sí merecían voz en el Congreso. Fue así como grandes figuras qué hoy protagonizan la política nacional comenzaron en los tiempos en que la izquierda era minoría.

A este panorama se suma un dato inquietante: el Tribunal Electoral validó el uso de “acordeones” en votaciones judiciales recientes, pese a las pruebas de que entre millones de combinaciones posibles, justo la ganadora fue la del fraude documentado. ¿Y ahora quieren que confiemos en que una democracia con menos pluralidad va a ser más justa?

Los propios aliados de Sheinbaum —el Partido Verde y el PT— no apoyan la reforma, porque ellos mismos son los principales beneficiarios del sistema proporcional. Sin esos escaños, no existirían como fuerzas visibles. La mayoría artificial y la fuerza en cantidades de legisladores por esos partidos fueron gracias al cálculo de fórmulas plurinominales. La presidenta lo sabe, pero empuja la narrativa de que la democracia debe ser más barata pues por un lado, la única manera de sostener programas sociales implica recortar otros gastos en tanto que por otro lado, es cierto que hay hartazgo social por las banalidades y excentricidades a costa del erario.

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El problema es que, cuando se miran los números, la reforma se tambalea. En Alemania, un país con sistema parlamentario, hay 736 legisladores para 84 millones de habitantes: casi 0.9 representantes por cada 100 mil ciudadanos. El diseño está hecho para garantizar consensos, reflejar pluralidad y obligar a la negociación.

México, con 500 diputados y 128 senadores para 126 millones de habitantes, apenas llega a 0.49 legisladores por cada 100 mil personas. La mitad de lo que tiene Alemania, pero con un sistema presidencialista que no fomenta la negociación sino la concentración del poder.

Si miramos a otros países presidencialistas, la comparación es igual de reveladora. Brasil tiene 513 diputados para 203 millones de habitantes, apenas 0.25 por cada 100 mil, pero su federalismo y tribunales independientes equilibran el juego político. Estados Unidos, con 535 congresistas para 331 millones, ronda 0.16 por cada 100 mil, pero allá los contrapesos entre poderes son sólidos y las minorías cuentan con otras herramientas de defensa institucional.

¿Y en México? Sin plurinominales, sin contrapesos judiciales reales y con partidos satélites que funcionan como franquicias, lo que queda es un Congreso diseñado para obedecer, no para representar.

Lo que Sheinbaum presenta como un ahorro puede terminar siendo una democracia más barata… pero también más pobre. Una especie de “democracia autoritaria”, aunque suene contradictorio.

Los discursos que justifican estas medidas siempre suenan iguales: estabilidad, seguridad, eficiencia. Pero en el fondo son restricciones graduales a la competencia política. Una democracia que sigue celebrando elecciones, pero cada vez con menos voces en el Congreso, con medios controlados y con opositores perseguidos. La democracia convertida en fachada.

Y ya sabemos cómo funcionan esas transiciones: no se dan de golpe. Son como la fábula de la rana en el agua tibia. Primero la incomodidad parece soportable; después, cuando quieres saltar, ya no hay músculos que lo permitan.

En nombre del pueblo se legitima la exclusión de las minorías. Bajo la idea de que “el ahorro es por ti”, se vacía de contenido la representación ciudadana. Y, mientras tanto, las mujeres y las víctimas que han padecido a jueces corruptos siguen colgando tendederos, marchando y exhibiendo lo que los políticos quieren esconder: que sin pluralidad ni contrapesos no hay democracia real. Cuantas intentaron impedir que jueces agresores se mantuvieran en el poder pero personajes como el juez Mirscha en Ciudad de México apareció en los acordeones y ganó.

La paradoja: se nos invita a participar, pero solo dentro de los límites que impone el poder, con personas que se han elegido previamente pero nos son comunicadas como libres elecciones. Se nos dice que es por el pueblo, cuando en realidad es para reducir la vigilancia sobre los gobernantes y fortalecer a los grupos de quienes ya gobiernan. El mayor riesgo de la reforma electoral no está en el dinero que ahorra, sino en la legitimidad que erosiona y por supuesto, en la posible fractura que implica que ni el PT, ni el Partido Verde, ni los operadores políticos de Morena en las Cámaras apoyen esta reforma y aquella Comisión para la Reforma Electoral encabezada por Pablo Gómez quede como un ejercicio anecdótico sin proyecto común.