Chile ha vivido en las últimas elecciones un retorno de la derecha que implica más una decepción colectiva que el convencimiento colectivo de aquella agenda. Con ello, Claudia Sheinbaum reafirma su papel de liderazgo regional de las izquierdas en América Latina al tiempo que es posible identificar tres cosas: las derechas se han articulado de manera internacional operando especialmente en términos de opinión pública y choque sobre seguridad y miedo, los movimientos políticos han adquirido la misma esencia de lo efímero que impregna casi todos los ámbitos de la era actual y su creación, articulación, clímax y disolución puede ser mucho más breve de lo que se observaba en el siglo XX así como que no hay espacio para flaquear pues aún con altos niveles de aprobación, siempre habrá espacio para la derecha reaccionaria.

José Antonio Kast ganó con un mensaje de ley y orden, y su victoria obliga a repensar supuestos sobre la fragilidad y la resiliencia del progresismo en América Latina. Esta columna expone por qué el régimen chileno acumuló vulnerabilidades explotables, qué enseñanzas políticas deja ese proceso y cuáles son las decisiones estratégicas inmediatas que debería priorizar el proyecto político en México para evitar una réplica electoral de ese giro a la derecha.

Kast no emergió por accidente: primero hubo desencanto y decepción, luego ganó en una segunda vuelta en la que la prioridad pública era la inseguridad y la percepción de deterioro del orden civil. Su oferta monetizó esa demanda —más policía, más cárcel, control migratorio— y se presentó como la solución operativa a un problema que la ciudadanía percibía como urgente e insuficientemente atendido por el gobierno saliente. La magnitud del triunfo —cerca de 58% en la segunda vuelta— confirma que esa dirección programática obtuvo resonancia mayoritaria en el momento decisivo.

Esa victoria fue posible porque varias debilidades estructurales convergieron. Primero, el tema de la seguridad se volvió dominante en la agenda ciudadana, en medios, redes sociales y reemplazó en la toma de decisiones electorales a agendas de largo plazo. Segundo, el desgaste político del gobierno saliente —mediado por crisis de gestión y desgaste de liderazgo— redujo la capacidad del campo progresista para articular respuestas creíbles en plazos útiles. Tercero, el proceso constituyente y su secuela política dejaron un saldo de polarización y fatiga social: reformas complejas sin un anclaje operativo y comunicacional terminaron alimentando narrativas de “experimento fallido” que la oposición instrumentalizó.

El resultado electoral chileno muestra una coordinación de votantes anti-establishment y de moderados descontentos que eligieron minimizar el riesgo percibido optando por la oferta que prometía restablecer orden. Esa coordinación fue potenciada por mensajes simples y repetidos que redujeron los costos cognitivos de la decisión.

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México comparte algunas de esas vulnerabilidades, pero también mantiene diferencias relevantes. A favor del proyecto gobernante está una organización partidaria con mayor capacidad de movilización territorial y un historial reciente de políticas sociales que han consolidado bases electorales. En contra, persisten problemas estructurales: violencia organizada con zonas de alta conflictividad, presiones sobre el ingreso real de hogares y episodios públicos que erosionan percepción de eficacia. En ese campo de tensión se ubica el liderazgo de Claudia Sheinbaum: posee capital político, pero su sostenibilidad depende de la gestión efectiva de esos problemas y de la conversación pública que el gobierno instale sobre prioridades y resultados.

Las lecciones estratégicas para evitar un destino similar al chileno son operativas y políticas:

1. Tratar la seguridad como problema de rendimiento medible. No basta con retórica; se requieren indicadores territoriales, objetivos a corto plazo y rendición de cuentas visible. Mostrar una reducción verificable en indicadores relevantes, aunque parcial, altera la matriz de incentivos de votantes indecisos. Esto lo va logrando con excelencia el secretario de Seguridad Omar García Harfuch, pero el reto de pacificar al país atraviesa por los gobiernos municipales que dejan bastante que desear.

2. Evitar reformas profundas sin mecanismos de puesta en práctica pública y evaluable. Las transformaciones constitucionales o institucionales deben acompañarse de pilotajes, plazos definidos y comunicación que haga explícitos costos y beneficios. El desajuste entre ambición normativa y percepción de impacto práctico alimenta resistencias. En esto, la reforma judicial todavía puede tardar en ofrecer resultados y en su caso, desgaste.

Esto implica que la reforma es una bomba que seguramente va a explotar en el próximo sexenio.

3. Cuidar la coalición política y el centro electoral. La polarización persistente erosiona apoyos moderados; conservar puentes con actores no radicalizados y resolver tensiones internas por la vía de incentivos (acuerdos de política pública y participación) reduce la probabilidad de fuga hacia opciones radicales. Morena ha tenido como estrategia “perdonar” a los actores políticos de otros partidos que deciden reivindicarse y sumarse al movimiento pero eso se ha traducido en que las bases más antiguas se sientan desplazadas y vean con recelo a sus compañeros que antes eran adversarios.

En los estados, muchos han visto a lo peor convertirse al oficialismo... Algo que en algún momento podría cobrar factura a través de perder la esencia de ese partido o con escándalos qué reafirma la idea de que gobiernan los mismos de siempre.

4. La corrupción, más allá del discurso. Gestionar escándalos y dudas de integridad con protocolos institucionales robustos. No hay más espacio para barredoras, Adán Augustos, huachicol fiscal y todo tipo de escándalos. La imagen de eficacia se contamina con percepciones de favoritismo o impunidad; respuestas tempranas, investigación independiente y comunicación probatoria limitan el daño reputacional.

5. Controlar la narrativa pública sin renunciar a la pluralidad. La comunicación del gobierno debe reconocer los problemas y presentar rutas concretas, evitando la negación y la hiperpolarización. Un relato que combine realismo sobre límites y evidencia de resultados reduce el espacio de apelaciones simplistas que exacerbó la reacción en Chile.

El asunto es que a diferencia de Chile y su joven presidente, Claudia Sheinbaum ha sido una estratega brillante con reconocida ecuanimidad y capacidad estratégica para anticiparse inclusive a las estrategias imperialistas que amenazan la soberanía.

Hay, además, un factor externo que demanda atención: la internacionalización de la agenda de la extrema derecha. Los intercambios simbólicos y las estrategias transnacionales —desde narrativas antigubernamentales hasta tácticas digitales— facilitan importaciones políticas que pueden acelerar procesos locales. La respuesta es tácticamente simple pero políticamente compleja: monitoreo activo de campañas de desinformación, alianzas comunicacionales con medios de reputación establecida y fortalecimiento de capacidades cívicas para la verificación pública.

La política en momentos de tensión es una competencia por credibilidad. Para el proyecto que gobierna en México, la prueba principal no es solo retener mayorías electorales, sino demostrar capacidad para resolver cuestiones que afectan la vida cotidiana de una mayoría amplia: seguridad, empleo y servicios básicos. La evidencia empírica sugiere que cuando los gobiernos desactivan percepciones de amenaza inmediata y producen beneficios tangibles, el atractivo de soluciones autoritarias disminuye. Actuar sobre esos ejes hoy es la estrategia que tiene más probabilidades de prevenir un vuelco similar al observado en Chile.

Termino con un punto operativo: la durabilidad de una agenda política depende menos de las narrativas épicas que de la acumulación de pequeñas pruebas de gobernabilidad. En la arena electoral, las decisiones visibles y medibles reducen la ventaja de quienes ofrecen atajos simples y radicales. Para la izquierda en México, ese principio —implementado con velocidad técnica y transparencia política— constituye la mayor protección frente a la oleada regional que hoy exhibe cuándo y cómo se transforman protestas y esperanza en rechazo y realineamiento.

Y especialmente evitar la “perredizacion” al máximo. Diluir cualquier corriente interna qué busque atacar a otros gobernantes o militantes para imponer su propia agenda. Terminar políticamente hablando contra aquellos que hacen fuego amigo a la presidenta, a su gabinete y a su equipo.

X: @ifridaita