Siria se prepara para estrenar un parlamento después de la caída de Bashar al-Assad. La imagen, en apariencia solemne y esperanzadora, debería anunciar el fin de una era marcada por la guerra y el autoritarismo. Sin embargo, el proceso diseñado por el presidente Ahmed al-Sharaa parece más bien una puesta en escena a medio camino entre la transición y la exclusión. En el corazón de esta contradicción laten dos preguntas: ¿qué lugar ocuparán las mujeres kurdas, protagonistas indiscutibles de la resistencia y la organización política en el noreste del país?, y ¿qué consecuencias tendrá la marginación de quienes simpatizaron con el régimen anterior?

Conocí a un grupo de autodefensas kurdas compuestas por mujeres durante el Encuentro internacional zapatista de mujeres que luchan. Ellas capacitaban en aquel entonces a otro grupo aguerrido de mujeres chiapanecas y las estrategias militares eran estrictamente para protegerse a sí mismas y a sus comunidades. Pero las nuevas reglas del juego dicen que su región de origen no podrá votar y que quienes hayan sido simpatizantes del régimen anterior tampoco lo harán.

Los comités regionales ya han seleccionado a los colegios electorales que votarán por dos tercios de la Asamblea del Pueblo, mientras Sharaa se reserva la facultad de designar el tercio restante. El argumento oficial es que no se puede recurrir al sufragio universal por la falta de datos fiables tras años de desplazamiento y destrucción. Pero el resultado es un mecanismo de filtros, vetos y designaciones que deja fuera a regiones enteras, en especial las gobernadas por la administración kurda. Allí, donde se desarrolló uno de los experimentos más audaces de participación femenina en Oriente Medio, el proceso ha quedado suspendido. El mensaje es doloroso: la política kurda, y sobre todo la que encarnan sus mujeres, no cuenta en el mapa nacional de Sharaa.

Lo paradójico es que, mientras en Damasco se decide el futuro entre once notables y listas cerradas de electores, las mujeres kurdas han construido durante la guerra una práctica política vibrante. Desde las unidades femeninas de defensa, las YPJ, que plantaron cara a ISIS en batallas que dieron la vuelta al mundo, hasta las alcaldías, consejos comunitarios y organizaciones civiles que promovieron cuotas de género y nuevas pedagogías sociales, las kurdas transformaron la idea misma de ciudadanía en medio de la devastación. Para muchas jóvenes en Siria y fuera de ella, aquellas combatientes con fusil al hombro simbolizan no solo la resistencia al terror, sino la posibilidad de un mundo distinto.

Excluirlas ahora no es solo una injusticia: es una imprudencia política. Una torpeza con riesgo de perder legitimidad. Si la transición se construye dejando fuera a las únicas comunidades que han demostrado capacidad de autogobierno con altos estándares de igualdad, el nuevo parlamento nacerá con el estigma de la parcialidad. En ese sentido, los vetos a quienes apoyaron al régimen anterior tienen un efecto semejante: más que purgar responsabilidades, corren el riesgo de convertirse en instrumentos de exclusión indiscriminada. Es entendible la exclusión pero también es vivo el riesgo de que sea un grupo mayoritario el que desconozca los resultados de la elección. En ese país desgarrado, donde la memoria de la guerra sigue fresca, marginar a facciones enteras equivale a sembrar las semillas de la próxima rebelión.

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La paradoja es que Sharaa insiste en presentarse como adalid de la democracia. “Si democracia significa que el pueblo decide quién lo gobierna y quién lo representa en el parlamento, entonces sí, Siria va en esa dirección”, dijo en enero. Pero sus reglas electorales permiten todo lo contrario: un sistema mayoritario sin cuotas para minorías étnicas o religiosas, sin garantías de representación femenina, sin seguridad de que la pluralidad del país se vea reflejada. La promesa de inclusividad se reduce, en la práctica, a la discrecionalidad presidencial de nombrar unos cuantos legisladores que maquillen el sesgo estructural.

El riesgo es evidente. El parlamento que se inaugure en octubre no será recordado como el símbolo de un renacer democrático, sino como un escenario de legitimidad cuestionada. Platón sostiene en “La República” que la perversión de la democracia es la tiranía. Y la democracia va muriendo como el sistema de gobierno más atractivo. En su lugar, autocracias ascienden como modelo que brinda orden y estabilidad por sustitución a la participación popular.

Los kurdos lo percibirán como la prueba de que Damasco no tiene intención de compartir el poder; las mujeres que han conquistado espacios propios sentirán que su experiencia política no cuenta; y los excluidos por los vetos encontrarán en la marginación un motivo más para mantener la guerra abierta. La transición, en lugar de cerrar heridas, puede convertirse en un campo minado. El experimento es que de salir bien, los sistemas con apariencia democrática pero contenido autocrático por su grado de exclusión a los distintos continuarán como nuevo sistema de gobierno preferido.

Quizá sea demasiado pronto para afirmar que Siria desperdicia otra oportunidad. Pero si este parlamento pretende erigirse en cimiento de un futuro común, la inclusión no puede seguir siendo un eslogan vacío. Las mujeres kurdas han demostrado, con su vida y con su muerte, que son capaces de sostener un país distinto. Ignorarlas, invisibilizarlas o relegarlas a un tercio de designaciones presidenciales es más que un error político. Es un acto de ceguera histórica.