Las lluvias de octubre volvieron a recordarnos algo que el pueblo huasteco sabe desde siempre: el agua no olvida su cauce. En cuestión de horas, los ríos desbordaron caminos, los cerros se ablandaron y la vida cotidiana se transformó en una jornada de resistencia y solidaridad. En esas imágenes —comunidades incomunicadas, familias salvando lo esencial, jóvenes acarreando víveres— se revela no solo una emergencia, sino también la memoria de un territorio acostumbrado a enfrentar la adversidad.

No es la primera vez ni será la última. La Huasteca, que comprende cinco estados de nuestro país, ha aprendido a levantarse una y otra vez, con dignidad y organización, frente a desastres que dejan huellas materiales y emocionales. Lo que para algunos es noticia, para muchas familias es memoria viva: la del 99, la del 2010, la del 2021 y ahora ésta. Cada tormenta trae consigo un eco de las anteriores y la certeza de que los retos se repiten cuando las soluciones no llegan a tiempo.

Esta vez, el impacto fue mayor. Las precipitaciones golpearon simultáneamente a la Huasteca —que abarca parte de la Sierra Madre Oriental— y a la Sierra Otomí-Tepehua, una región distinta pero igualmente montañosa y vulnerable. En términos prácticos, Hidalgo se partió: prácticamente la mitad de su territorio quedó incomunicada o afectado, evidenciando la urgencia de fortalecer la gestión del riesgo y la adaptación climática. En medio de la emergencia, algo volvió a quedar claro: la fuerza de las comunidades. De las autoridades locales que no duermen para coordinar apoyos; de quienes cargan costales de víveres o abren paso entre el lodo; de las mujeres que organizan cocinas y refugios improvisados; de los jóvenes voluntarios que cruzan ríos para llevar ayuda. Esa respuesta humana —más que cualquier infraestructura— es el primer cimiento de la resiliencia.

Por eso tiene razón la presidenta cuando dice en la mañanera: “Es ruin, es ruin esta búsqueda de culpables, y este zopiloteo de algunos conductores, periodistas, comentócratas y algunos medios. Yo creo que todo ser humano, si tiene un poco de corazón; en el sentido figurado de solidaridad y de generosidad, pues lo que busca es apoyar.” En momentos como este, lo que se necesita no es señalar, sino acompañar. No es politizar el dolor, sino convertirlo en aprendizaje colectivo.

Porque las lluvias también nos dejan preguntas. ¿Por qué seguimos reconstruyendo en los mismos lugares? ¿Qué tanto se ha avanzado en la planeación territorial, la gestión de cuencas y la protección de ecosistemas? ¿Qué nos impide fortalecer la prevención antes de que llegue la emergencia? Estas no son interrogantes para repartir culpas, sino para entender que el cambio climático ya está aquí, que no es un fenómeno abstracto ni ajeno, sino una realidad que se expresa en cada lluvia que se desborda y en cada familia que pierde su casa.

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La Huasteca, con su selva, su sierra y su gente, es un espejo del país. En su geografía se cruzan los grandes desafíos nacionales: marginación histórica, vulnerabilidad ambiental y una enorme reserva de esperanza. Si aprendemos a escuchar lo que el territorio nos dice, quizás comprendamos que prevenir es tan importante como responder, y que la memoria de quienes habitan las zonas más expuestas debe ser parte de las soluciones.

Hoy se están dando pasos valiosos. Los trabajos de limpieza, restauración ambiental, coordinación institucional y apoyo directo a las comunidades reflejan una nueva comprensión del problema: que la emergencia no termina cuando baja el nivel del agua, sino cuando las personas recuperan su estabilidad, sus medios de vida y su confianza en el futuro.

Lo importante será mantener ese esfuerzo cuando las cámaras se apaguen y el sol vuelva a salir. Porque las aguas regresan, y con ellas, la oportunidad de aprender. Las lecciones de la Huasteca —y de la Sierra Otomí-Tepehua— no son solo para Hidalgo: son para todos los que habitamos un país que cada año pone a prueba su memoria, su capacidad de respuesta y su compromiso con el territorio.

El cambio climático no distingue fronteras. Está aquí, tocando nuestras puertas, pidiéndonos planear distinto, vivir distinto y mirar al agua no como enemiga, sino como maestra. En sus cauces está escrita la historia de lo que fuimos y, quizás, la guía de lo que aún podemos llegar a ser si aprendemos a convivir con ella y no contra ella.