Hace unos días, en Zacatecas y en otras dos entidades del país, jueces federales otorgaron suspensiones en amparos tipo habeas corpus. La noticia corrió como pólvora en la arena pública porque los promoventes no eran precisamente víctimas de detenciones arbitrarias, sino estrategas que buscaron manchar con saña la figura de Andrés Manuel López Obrador a través de la sombra de sus hijos. El escándalo se impuso sobre la técnica jurídica y, sin embargo, la pedagogía detrás de este episodio merece ser atendida: nos recuerda la esencia y los límites del juicio de amparo en México.

El amparo habeas corpus hunde sus raíces en dos tradiciones. Por un lado, el habeas corpus inglés y estadounidense, es esa orden judicial que exige al Estado justificar de inmediato la privación de la libertad de una persona, garantizando que nadie permanezca bajo arresto ilegal. Por otro, el juicio de amparo mexicano, obra maestra del siglo XIX que surgió con Manuel Crescencio Rejón y Mariano Otero para ofrecer la máxima protección al ciudadano frente al abuso estatal. Ambos instrumentos comparten un mismo espíritu: la idea radical de que la libertad individual no depende de la benevolencia del poder, sino de un derecho exigible frente a él.

Lo ocurrido con los amparos promovidos recientemente puso sobre la mesa casos excepcionales en los que es posible interponer la acción en nombre de otra persona, como desaparición forzada o privación de la libertad, y los tecnicismos de la ratificación y la obligación judicial de otorgar suspensiones ante la mínima sospecha de privación ilegal de libertad. Los opinólogos —historiadores, periodistas, politólogos de larga trayectoria— reaccionaron con dureza, tachando el episodio de fraude procesal, de suplantación, de circo jurídico. Y quizá tenían razón en señalar los abusos, pero conviene subrayar algo: el problema no es el amparo como herramienta de protección, sino el mal uso que se hace de él.

En medio de ese escándalo, la verdadera amenaza no estaba en los promoventes, sino en la reforma que se cocina para el juicio de amparo. Una reforma que, bajo la narrativa de “ordenar el sistema”, busca blindar al Estado de las consecuencias de violar derechos humanos, reduciendo los alcances del cumplimiento de sentencias a un grado casi optativo. Si esa iniciativa prospera, los jueces podrían declarar la violación y aun así el Estado tendría la opción de no corregirla. La paradoja es que la ley se reforma no para servir a los ciudadanos, sino para garantizar impunidad institucional.

El partido en el poder apuesta fuerte. Con el Ejecutivo, el Legislativo y la mayoría en los órganos de decisión, su influencia llega ahora al corazón mismo de la ley y su aplicación. El problema de concentrar todo el poder es que también se concentra la responsabilidad. Incumplir sentencias o dejar sin protección a víctimas indefensas podría significar el inicio del desgaste social de un proyecto político que se proclama transformador.

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Y sin embargo, hay algo que agradecer: la 4T ha obligado a que el Poder Judicial, usualmente hermético y lejano al ciudadano común, se discuta en la plaza pública. El debate sobre la utilidad del amparo ha puesto en primer plano sus victorias históricas. No olvidemos que la despenalización del aborto en varios Estados se consiguió gracias a litigios estratégicos impulsados por colectivos que usaron el interés jurídico difuso para combatir códigos penales discriminatorios. Que el derecho ambiental encontró en el amparo una herramienta para comunidades enteras afectadas por presas, minas y residuos tóxicos. Que las luchas de mujeres, pueblos indígenas y defensores del medio ambiente encontraron en esta figura la única vía para hacer valer derechos constitucionales. Todo ello cambia con la restricción al interés jurídico difuso o colectivo que en la ley vigente pueden acreditar organizaciones de la sociedad civil encargadas de promover y proteger derechos específicos. La propuesta del día del grito presentada por la presidenta contempla restringir este tipo de interés jurídico que permite participar y acompañar a víctimas para cerrarlo a partes con afectaciones reales y directas.

Si la reforma al juicio de amparo avanza en los términos actuales, esas puertas quedarán cerradas. Las organizaciones de la sociedad civil no podrán litigar en nombre de colectivos vulnerables; la protección del interés difuso —esa llave que permitió conquistas históricas— se verá mutilada. Y con ello, se dinamitará la progresividad de los derechos humanos que la reforma constitucional de 2011 nos prometió como un mito fundacional.

La maravillosa pedagogía del escándalo consiste en esto: mostrarnos cómo muere lentamente la protección jurídica de los derechos humanos. Cómo los mitos de la progresividad, de la reforma de 2011, de los derechos humanos como horizonte expansivo, se desvanecen entre reformas que apuntan a la regresión. Aquello de los derechos humanos hoy parece un mito a contentillo de quienes gobiernan y legislan. Es una pedagogía amarga, pero necesaria: nos enseña lo que ya hemos perdido y lo que aún podemos perder si no defendemos el amparo, esa joya jurídica mexicana que nació para protegernos del poder, no para servirlo.

X: @ifridaita